domingo, 31 de mayo de 2020

Cuento: GATOS ERAN LOS DE ANTES


En el barrio de San Cristóbal era cosa sabida: Flor, la gatita de tres colores, era una gatita muy de su casa.
—¡Nada de andar por ahí, callejeando! ¡Mirá que se va a enterar tu padre! —le repetía su mamá.



Pero no era necesario. Porque a Florecida, la calle... ni fu ni fa. Además ella a su papá no le tenía miedo. Entre otras cosas porque apenas si lo había visto una que otra vez. Sabía, eso sí, que su papá era un gato muy renombrado y muy valiente, que se había animado a entrar a la Casa el día que Florcita nació y que le había traído de regalo una lauchita a cuerda. "Vengo a ver a mi hija", dicen que dijo aquella noche, mientras asomaba su enorme cabezota amarilla por la puerta del patio.
Pero esa era historia pasada.
La cuestión es que Florcita a su papá no le tenía ni un poquito de miedo.
"Pero, por otra parte", pensaba Florcita, "¿para qué voy a ir a la calle? ¿En la Casa no tengo todos los días mi leche tibia? ¿No tengo mi almohadón peludo, justo al lado de la ventana? Y sobre todo, ¿en la Casa no la tengo a mi mamá? Sí señor: Todo lo que necesito en la vida lo tengo en la Casa".
Cacique era un gato callejero. El más bravo de todos los gatos bravos del mercado de Pichincha.
Por algo era Cacique, el Jefe.
Y aunque Cacique era blanco, y aunque jamás hablara de su vida privada, se sabía de buena fuente que era hijo del Viudo, un gato negro y pendenciero que había llegado del Parque de los Patricios.



¡De tal palo, tal astilla! —decían las gatas cuando lo veían pasar a Cacique, rengo y magullado, después de alguna gresca.
Cacique comía salteado y ya ni se acordaba del gusto de la leche.
Pero eso a él lo tenía sin cuidado.
Porque Cacique no había nacido para la vida regalada.
El había nacido para el peligro y la aventura.
Y el peligro y la aventura sólo se encuentran en la calle.
 



Estaba escrito que, tarde o temprano, Cacique y Flor se conocerían. Porque a Cacique le gustaba recorrer, una y otra vez, las calles del barrio.
Y porque Florcita se pasaba las horas mirando por la ventana de la casa.
Fue un amor a primera vista, un verdadero flechazo.




Y los amores a primera vista –dicen– cambian mucho la vida de los gatos.
Florcita ya no se interesaba por su laucha a cuerda.
-—¡Quiero ver una laucha de verdad! —le había gritado a su mamá, que la miró asustada.




Florcita ya no se conformaba con mirar la calle desde la ventana.
Y cada día tenía los ojos más verdes y más brillantes.
Es que, ya se sabe: el amor envalentona mucho a las gatitas de su casa.




Cacique también andaba con el paso cambiado.
Ya no encontraba ninguna diversión en perseguir a los gatos del baldío.
Ya no le gustaba revolver los tachos de la basura.
Y varias veces, casi sin darse cuenta, había ronroneado mientras se restregaba contra las piernas de Don Victorio, el carnicero.



Los gatos del mercado Pichincha lo miraban de reojo a Cacique. Y hacían sus comentarios entre dientes.
Es que, ya se sabe: el amor les cambia el paso a los gatos callejeros.
Un día el mercado de Pichincha se conmovió con la noticia: esa misma noche, Sultán y su pandilla vendrían al barrio, a buscar pelea.
¡¡Sultán!! ¡¡El gran Sultán, el rey del Once!!
Un escalofrío recorrió el espinazo de todos los gatos del mercado.
De todos menos de Cacique, que últimamente siempre andaba como en otra cosa.
Los gatos del mercado se miraron muy preocupados. "¡Qué papelón!", se decían unos a otros. "Justo ahora que el Jefe anda más blandito que un flan".
"Qué van a decir, cuando se enteren, los gatos de Constitución... ¿Y los de la Boca?"
Cuando Sultán y su pandilla llegaron al mercado, todo el gaterío de San Cristóbal se acomodó para no perderse ni un detalle.



Entonces Sultán, que era un gato bastante leído y con pretensiones de actor, alzó bien la voz, como para que todos lo oyeran, y recitó:
—¡Andan por ahí diciendo que en San Cristóbal hay uno con fama de guapo!
(Todos lo miraron, pero Cacique ni miau).
Y Sultán siguió adelante:
—¡Quiero encontrarlo para que me enseñe a mí, que soy un pobre gato del Once, lo que es un gato de coraje!
Cuando Cacique se dio cuenta de que todos lo miraban a él, como esperando algo, se quedó un rato sin saber qué hacer. Hasta que, de repente, pareció reaccionar y, acercándose a Sultán con la pata extendida, le dijo:
—¡Buenas noches, compañero! ¡Bienvenido al barrio!
Ante semejante recibimiento, el gran Sultán, muy sorprendido, preguntó con su voz de todos los días:
—¿Y a éste, que bicho le picó?
Los gatos de San Cristóbal se tapaban la cara de vergüenza, mientras que los gatos del Once, sin poder aguantar la risa, lo miraban a Cacique y le hacían morisquetas.
Pero uno de San Cristóbal, al que le decían el Tuerto, no soportó tanta humillación y quiso salir en defensa del barrio:
—¡Digan que el Cacique anda en amores, que si no, ya iban a ver lo que es bueno!
Para qué habrá hablado.
Los del Once rodaban por el suelo de la risa. Y uno de los que más se reía era el gran Sultán.
—¡Jua, jua, jua! ¡Así que éste era el famoso Cacique! ¡Jua, jua, jua! ¡Y todo por una gatita de mala muerte! ¡Si gatitas es lo que sobra en este mundo! ¡Díganmelo a mí, que tengo 34 hijas mujeres! ¡Jua, jua, jua!
Pero la risa se le cortó de repente.
Porque, abriéndose paso entre todos esos gatos peligrosísimos, despeinada y con los ojos más brillantes que nunca, avanzaba Flor, la gatita tan de su casa, que venía a rescatar a su Cacique de las garras del malvado gato del Once.
Sultán se erizó como si hubiera visto al Gato-Diablo. Pero después empezó a derretirse como un helado.
—¿A ver, papá! —se encrespó Florcita. Y los ojos, de la rabia, eran apenas dos rayitas verdes —¿Me podés aclarar qué tenés contra el Cacique, vos?
—¡Pero Florcita! ¡Mi hijita preferida!
¡Corazoncito de papá...!
Los gatos de San Cristóbal y los gatos del Once se miraron con desconsuelo.
—¡Es que ya no se puede creer en nada —se decían moviendo la cabeza. —¡Gatos, lo que se dice gatos eran los de antes!
Y enfilaron todos juntos para el lado de Barracas.
Cacique y Flor empezaron a caminar despacito. Iban muy juntos y con las colas bien amarradas.
Un poco atrás venía Sultán. ¡Quién sabe qué ideas le daban vueltas y vueltas en su enorme cabezota amarilla!


FIN

© Graciela Beatriz Cabal
© 2005, herederos de Graciela Beatriz Cabal
© 2005, 2015, Ediciones Santillana S.A.
© De esta edición: 2015, Ediciones Santillana S.A.



Gatos eran los de antes
Graciela Beatriz Cabal
Ilustraciones de Eugenia Nobati y Luciana Fernández.
Buenos Aires, Editorial Alfaguara, 2005. Colección Alfaguara Infantil; Serie Amarilla. (Pequeños lectores.)

"Florcita es una gatita de su casa. Cacique es un gato de la calle. Hasta que se conocen y se enamoran. A partir de ese momento, cambian muchas cosas en sus vidas y en la de todo el gaterío de San Cristóbal. Una historia inolvidable para reír y reflexionar en familia." (Texto extraído de la contratapa del libro.)

sábado, 30 de mayo de 2020

El gato con botas



El gato con botas. Charles Perrault. Ilustraciones de Sebastián Barreiro



Un molinero dejó, como única herencia a sus tres hijos, su molino, su burro y su gato.

El reparto fue bien simple: no se necesitó llamar ni al abogado ni al notario. Habrían consumido todo el pobre patrimonio.

El mayor recibió el molino, el segundo se quedó con el burro y al menor le tocó sólo el gato. Este se lamentaba de su mísera herencia:

-Mis hermanos -decía- podrán ganarse la vida convenientemente trabajando juntos; lo que es yo, después de comerme a mi gato y de hacerme un manguito con su piel, me moriré de hambre.


El gato, que escuchaba estas palabras, pero se hacía el desentendido, le dijo en tono serio y pausado:

-No debéis afligiros, mi señor, no tenéis más que proporcionarme una bolsa y un par de botas para andar por entre los matorrales, y veréis que vuestra herencia no es tan pobre como pensáis.


Aunque el amo del gato no abrigara sobre esto grandes ilusiones, le había visto dar tantas muestras de agilidad para cazar ratas y ratones, como colgarse de los pies o esconderse en la harina para hacerse el muerto, que no desesperó de verse socorrido por él en su miseria.

Cuando el gato tuvo lo que había pedido, se colocó las botas y echándose la bolsa al cuello, sujetó los cordones de ésta con las dos patas delanteras, y se dirigió a un campo donde había muchos conejos. Puso afrecho y hierbas en su saco y tendiéndose en el suelo como si estuviese muerto, aguardó a que algún conejillo, poco conocedor aún de las astucias de este mundo, viniera a meter su hocico en la bolsa para comer lo que había dentro. No bien se hubo recostado, cuando se vio satisfecho. Un atolondrado conejillo se metió en el saco y el maestro gato, tirando los cordones, lo encerró y lo mató sin misericordia.


Muy ufano con su presa, fuese donde el rey y pidió hablar con él. Lo hicieron subir a los aposentos de Su Majestad donde, al entrar, hizo una gran reverencia ante el rey, y le dijo:

-He aquí, Majestad, un conejo de campo que el señor Marqués de Carabás (era el nombre que inventó para su amo) me ha encargado obsequiaros de su parte.


-Dile a tu amo, respondió el Rey, que le doy las gracias y que me agrada mucho.

En otra ocasión, se ocultó en un trigal, dejando siempre su saco abierto; y cuando en él entraron dos perdices, tiró los cordones y las cazó a ambas. Fue en seguida a ofrendarlas al Rey, tal como había hecho con el conejo de campo. El Rey recibió también con agrado las dos perdices, y ordenó que le diesen de beber.

El gato continuó así durante dos o tres meses llevándole de vez en cuando al Rey productos de caza de su amo. Un día supo que el Rey iría a pasear a orillas del río con su hija, la más hermosa princesa del mundo, y le dijo a su amo:

-Sí queréis seguir mi consejo, vuestra fortuna está hecha: no tenéis más que bañaros en el río, en el sitio que os mostraré, y en seguida yo haré lo demás.

El Marqués de Carabás hizo lo que su gato le aconsejó, sin saber de qué serviría.


Mientras se estaba bañando, el Rey pasó por ahí, y el gato se puso a gritar con todas sus fuerzas:

-¡Socorro, socorro! ¡El señor Marqués de Carabás se está ahogando!

Al oír el grito, el Rey asomó la cabeza por la portezuela y, reconociendo al gato que tantas veces le había llevado caza, ordenó a sus guardias que acudieran rápidamente a socorrer al Marqués de Carabás. En tanto que sacaban del río al pobre Marqués, el gato se acercó a la carroza y le dijo al Rey que mientras su amo se estaba bañando, unos ladrones se habían llevado sus ropas pese a haber gritado ¡al ladrón! con todas sus fuerzas; el pícaro del gato las había escondido debajo de una enorme piedra.


El Rey ordenó de inmediato a los encargados de su guardarropa que fuesen en busca de sus más bellas vestiduras para el señor Marqués de Carabás. El Rey le hizo mil atenciones, y como el hermoso traje que le acababan de dar realzaba su figura, ya que era apuesto y bien formado, la hija del Rey lo encontró muy de su agrado; bastó que el Marqués de Carabás le dirigiera dos o tres miradas sumamente respetuosas y algo tiernas, y ella quedó locamente enamorada.


El Rey quiso que subiera a su carroza y lo acompañara en el paseo. El gato, encantado al ver que su proyecto empezaba a resultar, se adelantó, y habiendo encontrado a unos campesinos que segaban un prado, les dijo:

-Buenos segadores, si no decís al Rey que el prado que estáis segando es del Marqués de Carabás, os haré picadillo como carne de budín.


Por cierto que el Rey preguntó a los segadores de quién era ese prado que estaban segando.

-Es del señor Marqués de Carabás -dijeron a una sola voz, puesto que la amenaza del gato los había asustado.

-Tenéis aquí una hermosa heredad -dijo el Rey al Marqués de Carabás.

-Veréis, Majestad, es una tierra que no deja de producir con abundancia cada año.

El maestro gato, que iba siempre delante, encontró a unos campesinos que cosechaban y les dijo:

-Buena gente que estáis cosechando, si no decís que todos estos campos pertenecen al Marqués de Carabás, os haré picadillo como carne de budín.

El Rey, que pasó momentos después, quiso saber a quién pertenecían los campos que veía.


-Son del señor Marqués de Carabás, contestaron los campesinos, y el Rey nuevamente se alegró con el Marqués.

El gato, que iba delante de la carroza, decía siempre lo mismo a todos cuantos encontraba; y el Rey estaba muy asombrado con las riquezas del señor Marqués de Carabás.

El maestro gato llegó finalmente ante un hermoso castillo cuyo dueño era un ogro, el más rico que jamás se hubiera visto, pues todas las tierras por donde habían pasado eran dependientes de este castillo.

El gato, que tuvo la precaución de informarse acerca de quién era este ogro y de lo que sabía hacer, pidió hablar con él, diciendo que no había querido pasar tan cerca de su castillo sin tener el honor de hacerle la reverencia. El ogro lo recibió en la forma más cortés que puede hacerlo un ogro y lo invitó a descansar.


-Me han asegurado -dijo el gato- que vos tenías el don de convertiros en cualquier clase de animal; que podíais, por ejemplo, transformaros en león, en elefante.

-Es cierto -respondió el ogro con brusquedad- y para demostrarlo veréis cómo me convierto en león.

El gato se asustó tanto al ver a un león delante de él que en un santiamén se trepó a las canaletas, no sin pena ni riesgo a causa de las botas que nada servían para andar por las tejas.

Algún rato después, viendo que el ogro había recuperado su forma primitiva, el gato bajó y confesó que había tenido mucho miedo.

-Además me han asegurado -dijo el gato- pero no puedo creerlo, que vos también tenéis el poder de adquirir la forma del más pequeño animalillo; por ejemplo, que podéis convertiros en un ratón, en una rata; os confieso que eso me parece imposible.

-¿Imposible? -repuso el ogro- ya veréis-; y al mismo tiempo se transformó en una rata que se puso a correr por el piso.


Apenas la vio, el gato se echó encima de ella y se la comió.

Entretanto, el Rey, que al pasar vio el hermoso castillo del ogro, quiso entrar. El gato, al oír el ruido del carruaje que atravesaba el puente levadizo, corrió adelante y le dijo al Rey:

-Vuestra Majestad sea bienvenida al castillo del señor Marqués de Carabás.

-¡Cómo, señor Marqués -exclamó el rey- este castillo también os pertenece! Nada hay más bello que este patio y todos estos edificios que lo rodean; veamos el interior, por favor.

El Marqués ofreció la mano a la joven Princesa y, siguiendo al Rey que iba primero, entraron a una gran sala donde encontraron una magnífica colación que el ogro había mandado preparar para sus amigos que vendrían a verlo ese mismo día, los cuales no se habían atrevido a entrar, sabiendo que el Rey estaba allí.


El Rey, encantado con las buenas cualidades del señor Marqués de Carabás, al igual que su hija, que ya estaba loca de amor viendo los valiosos bienes que poseía, le dijo, después de haber bebido cinco o seis copas:

-Sólo dependerá de vos, señor Marqués, que seáis mi yerno.

El Marqués, haciendo grandes reverencias, aceptó el honor que le hacia el Rey; y ese mismo día se casó con la Princesa. El gato se convirtió en gran señor, y ya no corrió tras las ratas sino para divertirse.

Fin

viernes, 29 de mayo de 2020

Ven, mi ama Zobeida quiere hablarte de Roberto Arlt


—¿Te llevaré a visitar el palacio de El Menobi?
—No.
—¿Y el palacio de Hach Idris ben-Yelul?
—No.
—¿No deseas conocer una joven de ojos de luna y rostro de diamante?
—No.
—Por Alá -gimió el lameplatos—. ¿No quieres nada entonces?
Piter se irguió ligeramente ante el mármol de la mesa, miró indulgente al desarrapado belfudo que, con un fez ladeado sobre la rapada cabeza hacía un cuarto de hora que estaba allí importunándole, y le respondió:
—Sí, quiero que me dejes en paz.
El guía miró cavernosamente en rededor satisfecho de que en el Zoco Chico no se encontrara alguien que podía perjudicarle, y confió:
—Pues cuídate de ese hombrecillo que te acompañaba ayer. Le ha dicho a un mercader de mi amistad que has envenenado a tu mujer.
Piter miró cómo la magra silueta del guía se alejaba, perdiéndose tras los tumultos de bobalicones que se movían frente a la ochava del correo inglés.
¿De modo que la historia había corrido? Ahora se explicaba las significativas miradas de la criada del hotel, y la respetuosa aprensión del hotelero hacia sus maletas. No había sido suficiente abandonar El Havre. La absurda novela del envenenamiento de su mujer le había seguido hasta Tánger. Inútil que le absolvieran de la disparatada acusación. En la ciudad no creían en su inocencia. La muerte de su mujer volcó sobre su cabeza dificultades innumerables. Y lo más desdichado del caso es que él estaba seguro de que ella no había intentado suicidarse, sino componer una farsa dramática que se resolvió siniestramente por sí misma.
Buscando la paz, el médico dio un salto hasta Tánger. Sabía que los hombres de la costa no eran hipócritas como sus conciudadanos, pero a pesar de todo no resultaba agradable llevar a las espaldas semejante reputación. Y volvió a preguntarse si se quedaría en Tánger o marcharía a Casablanca o Fez, porque por el momento los señorones del Biti el-Mal no parecía que tuvieran intención de ocuparle. Sin embargo, algunos lo saludaban. Su historia debía andar en todas las bocas.
Piter no experimentó angustia. En aquella ciudadela amurallada, de calles tortuosas, de sinagogas sombrías de mezquitas con ciegos en los pórticos y de freiduría de pescado, en cierto modo era ventajosa una mala reputación. En África, sin honradez, se puede llegar a alguna parte.
Un asno pequeño se detuvo junto a su mesa. Piter le acercó un terrón de azúcar al hocico. El animalito lo recogió alargando el belfo. De pronto apareció un campesino que espantó al jumento con grandes movimientos de brazos. Una muchedumbre cubierta de verticales colores cruzaba el zoco de ed-Dajel. Mujeres con pantalones y fumando largas boquillas. Funcionarios con turbante violeta, esclavos de piernas desnudas, aguateros con un odre suspendido a un costado, niños de tahona cargando una tabla con panes sobre la cabeza.
Una negra gigantesca como tres barriles encimados se detuvo brevemente a su lado. Tenía el rostro cubierto con un paño blanco. Le dijo al tiempo que se inclinaba como recogiendo algo del suelo:
—¿Tú eres el médico? Mi ama Zobeida quiere hablarte. Sígueme.
La negra se alejaba sin volver la cabeza. Piter comprendió que tras la invitación de la esclava se ocultaba una aventura de consecuencias. Dejando un real español en la mesa del bar, se lanzó en persecución de la mujer. Semejante a una fragata, la negra avanzaba por la empinada callejuela de los Plateros. Algunos mercaderes, sentados con las piernas cruzadas sobre cojines a la puerta de sus tenderetes, la saludaban conceptuosos. Al llegar a una fuente, la negra entró en un corredor enyesado de celeste. La noche caía rápidamente. La esclava, imperturbable como el destino, seguía su marcha a través del dédalo de pasadizos y Piter andaba tras ella como si en esto le fuera la vida.
Finalmente entraron en una callejuela resplandeciente. En cada portal un desarrapado freía pescado o vendía canela. La callejuela, techada con gruesos troncos de árboles, estaba cargada de una atmósfera de especias, de queso y cuero en fermentación.
Hombres de todas las tribus del Magreb se arrimaban a los mostradorcillos. Las mezquitas mostraban tremendos pórticos donde hormigueaban los fieles; en una esquina dos juglares se batían con espadas de madera estimulados por una multitud de desarrapados. La negra desapareció en la curva de un pasadizo. Nuevamente se encontraba ahora bajo el cielo estrellado. En aquel corredor solitario se veían inmensas puertas claveteadas como la poterna de una fortaleza, y la esclava extrajo una llave de dos palmos de largo de debajo de su manto y se detuvo frente a una puerta. Piter, como si estuviera soñando, la siguió.
Se encontraban en un jardín. El aire estaba rayado por los negros troncos de las palmeras. Una gran fragancia de azahares lo llenaba todo. La esclava desapareció y de pronto, bajo el enyesado abierto al jardín, apareció Zobeida. La cabeza cubierta por un velo, la estatura sorprendente, el rostro de cutis oscuro, aniñado.
—¿Tú eres el médico? -susurró la mujer.
—Sí.
—Entra.
Piter se encontró en una habitación esterillada, el suelo alfombrado cubierto de almohadones. Pequeñas mesitas laqueadas de rojo ponían al alcance de la mano chucherías de bronce. El aire aromatizaba simultáneamente a sándalo, a jazmín, a incienso y azahar. Piter se sentía embriagado de una esencia misteriosa más sutil, que parecía flotar permanentemente bajo el volumen de los olores inmediatos. Espingardas de cañones niquelados y culatas con incrustaciones de nácar adornaban las panoplias de los muros. Zobeida le mostró un cojín y Piter se sentó al mismo tiempo que ella. La muchacha cogió un estuche de plata y le ofreció un bombón.
Tenía olor de almizcle, sabor de grasa, frialdad de menta. La muchacha se quedó mirándolo largamente, como si aquilatara sus malas virtudes. Luego:
—¿Tú eres el médico que envenenó a su mujer?
—¿Quién te ha dicho esa mentira? -replicó con suavidad Piter.
Zobeida sonrió. Lo examinaba con tremenda confianza.
—Eres hermoso como la buena suerte. ¿Te gustan las piedras preciosas?
Tomó un cofrecillo de marfil, hizo girar la llavecita, levantó la tapa. En un fondo aterciopelado centelleaban pequeños cristales azules, gemas de biseles amarillos, poliedros de agua.
Piter, completamente desinteresado del cofrecillo, pues no entendía de piedras preciosas, lo apartó suavemente.
—¿En qué puedo servirte?
Zobeida dejó la arqueta y con aquella inmensa intimidad que emanaba de su modo de ser, como si hiciera mucho tiempo que lo conociera a Piter y no dudara de su discreción en los tratos, dijo:
—Necesito un veneno bondadoso como una enfermedad.
—¿Qué harás con él?
—Dárselo a beber a mi marido.
—¿No te agrada tu marido?
—No.
—Yo no puedo darte veneno. Las leyes me lo prohíben. Además te descubrirían y te llevarían a la cárcel. O tu padre, para lavarse de la deshonra, se vería obligado a cortarte la cabeza.
Zobeida se rió.
—En Tánger ya no se corta la cabeza a las mujeres. Te daré un gran puñado de piedras.
-No me interesan las piedras. ¿Quién es tu marido?
—Sidi Fodil, el cambista del Zoco Chico.
—No le conozco.
—Es un mal hombre, de genio vivo. Tiene una joroba en la espalda y un turbante más grande que una piedra de molino en la cabeza.
—No le conozco.
—Ayúdame, tú que tienes la sabiduría. ¿No te soy agradable?
—Es inútil que me insistas, Zobeida.
Ella no se resignaba a no cumplir su deseo. Tomando una rodilla entre sus manos, buscó otro rumbo.
—Embrújale, entonces.
—¿Que le embruje?
—Sí.
Piter iba a negarle la existencia del embrujo, pero pensó que su pretensión iba desencaminada. Ella no entendería sus razones. Fingió.
—¿Qué me darás si lo embrujo?
—Me casaré contigo. Tú me llevarás a Francia, y me enseñarás a leer y escribir como saben todas las francesas. Entonces podré salir a la calle sin cubrirme el rostro.
—¿Cómo sabes que soy médico?
—Se lo dijeron a Aischa en el ed-Dajel cuando tú pasaste la otra noche. Que te escapaste de tu país porque envenenaste a tu mujer.
Piter trató de mirar al fondo de aquellos ojos verdosos.
—¿Te gustaría casarte conmigo?
—Sí.
La negra entró en la habitación. Zobeida le dijo al médico:
—Aischa ha sido mi nodriza.
La esclava habló algunas palabras en árabe con su ama.
Zobeida se puso de pie.
—Tienes que irte. ¿Es cierto que embrujarás a Sidi Fodil?
—Sí. Mañana mismo.
—Bueno; ahora vete. Mañana, Aischa pasará por ed-Dajel a la hora de hoy. Síguela. No le hables.
Y extendiendo sus brazos se colgó de su cuello y le besó las mejillas.
Cuando Piter escuchó que la puerta se cerraba tras él tuvo la impresión de que acababa de despertar de un sueño. Echó a caminar como si anduviera sobre un suelo de algodón. De pronto, de debajo de un arco se desprendió el guía que lo había importunado en el zoco. Como siempre, comenzó:
—¿Quieres visitar el palacio de Hach Idris ben-Yelul?
—No. Llévame al Zoco Chico.
Al día siguiente marchó hasta el zoco para conocer a Sidi Fodil. En el ed-Dajel no podían traficar simultáneamente dos mercaderes jorobados.
Comenzó a pasearse lentamente, cuando descubrió que un jorobadito, sumamente tieso en la puerta de su comercio, lo observaba. Gastaba, como le había dicho Zobeida, un turbante ridículo.
Piter continuó paseándose por la ancha calle que conducía a las murallas; luego, sin ningún propósito deliberado, volvió sobre sus pasos y se detuvo frente al comercio del prestamista; pero, al entornar disimuladamente los ojos, se encontró con que el jorobadito lo estaba mirando. Entonces, rápidamente, le mostró la lengua. El prestamista desencajó los ojos; pero Piter, divertido, volvió la cabeza con gravedad hacia otro lado, y el jorobadito se quedó mirando de reojo como si dudara de lo que realmente había visto. Así pasaron algunos minutos. Piter parecía estar aguardando a alguien. De pronto volvió la vista; el jorobadito estaba allí observándolo, y entonces otra vez le mostró un palmo de lengua.
El prestamista enrojeció de furor hasta la raíz de los cabellos, se enderezó hasta empinarse sobre la punta de los pies, pero luego, pensándolo mejor, resolvió no darse por aludido, y mientras gruesas gotas de sudor le bajaban por las sienes, aparentó mirar a su alrededor, como si no reparara en la existencia de Piter. Este, nuevamente grave, permaneció en la esquina. Sin embargo, la indignada curiosidad de Sidi Fodil llegó a ser más patente que su afán de indiferencia y antes que transcurriera un minuto estaba otra vez clavando la mirada en el médico, que llevándose rápidamente el dedo pulgar a la nariz movió los otros cuatro con el apicarado gesto del "pito catalán".
Una ráfaga de ira envolvió en su torbellino la jactanciosa alma del jorobadito. Olvidó su comercio y también la exigua estatura de su cuerpo. Rechinando los dientes, se lanzó a través de la calle, y en aquel mismo momento un gran grito de horror se escapó de los labios de Piter. Un automóvil cargado de turistas acababa de arrollar bajo sus ruedas al infeliz mercader.


Roberto Arlt. El jorobadito y otros cuentos



Fuentes consultadas:
http://biblio3.url.edu.gt/Libros/roberto/el-jorobadito.pdf
http://edaicvarela.blogspot.com/2012/03/esi-y-literatura-inicial-primaria-y.html

jueves, 28 de mayo de 2020

Biografía: Edgar Allan Poe (1809-1849)


Escritor, poeta y crítico estadounidense, mundialmente conocido como el maestro del relato corto, de terror y misterio, nació en la ciudad de Boston, el 19 de enero de 1809.

Sus padres eran actores de teatro. Su madre trabajó sobre el escenario representando a Ofelia y Cordelia de Shakespeare, hasta pocos días antes de dar a luz.

Fue abandonado a los nueve meses por su padre y a los dos años quedó huérfano de madre.

Edgar Allan Poe fue educado por Frances y John Allan, un acaudalado hombre de negocios de Richmond (Virginia), que fue su padrino, de 1815 a 1820 vivió con él y su esposa en el Reino Unido, donde comenzó su educación en un internado privado.

En su infancia, Edgar Allan Poe inventaba fantásticas historias que mostraban ya su particular pensamiento. A los cuatro años, deleitaba a las visitas con apasionadas recitaciones de largos poemas de Walter Scott y otros autores de moda.

Su educación fue cuidadosa y típicamente sureña. Aprendió de los negros, el valor del ritmo, que haría mágica su poesía, y las leyendas del mar que escuchaba en los relatos de los marinos que negociaban con su padre. Durante su adolescencia ya escribía poemas con influencias de Byron.

Al regresar a Estados Unidos en el año 1820 estudió en centros privados y asistió a la Universidad de Virginia durante un año.

Dominaba a la perfección las lenguas clásicas, su inteligencia le permitía estudiar mientras escuchaba una conversación y leía mucho sobre historia, naturaleza, matemáticas, astronomía y mucha literatura.

En 1827 su afición al juego y a la bebida le acarreó la expulsión y su padre adoptivo se negó a pagar sus deudas y le obligó a trabajar como empleado. Abandonó poco después su trabajo y viajó a Boston, donde publicó anónimamente su primer libro, Tamerlán y otros poemas

Se alistó en el ejército, en el que permaneció dos años. En 1829 apareció su segundo libro de poemas, Al Aaraf, y se reconcilió con su padre adoptivo, que le consiguió un cargo en la Academia Militar de West Point, de la que a los pocos meses fue expulsado por negligencia en el cumplimiento del deber.

En 1832, y después de la publicación de su tercer libro, “Poemas”, partió a Baltimore, donde vivió con su tía y una sobrina de 11 años, Virginia Clemm. En 1832, su cuento “Manuscrito” encontrado en una botella ganó un concurso patrocinado por el Baltimore Saturday Visitor.

En 1836 contrajo matrimonio con su joven sobrina, de tan sólo catorce años de edad. Por esta época entró como redactor en el periódico Southern Baltimore Messenger, y más tarde en varias revistas en Filadelfia y Nueva York, ciudad en la que se había instalado con su esposa en 1837.

Entre la producción poética de Poe destacan una docena de poemas por su impecable construcción literaria y por sus ritmos y temas obsesivos: “El cuervo” (1845), “Las campanas” (1849), un poema que evoca el repique de los instrumentos metálicos, y “El durmiente” (1831), que produce un estado de somnolencia.

Escribió además “Lenore” (1831) y “Annabel Lee” (1849). Su obra poética refleja la influencia de poetas ingleses como Milton, Shelley y Coleridge.

Su trabajo como redactor consistió en buena parte en reseñar libros, escribiendo un significativo número de críticas.

Uno de sus relatos más famosos es “El escarabajo de oro” (1843). Fue autor además de “Los crímenes de la calle Morgue” (1841), “El misterio de Marie Rogêt” (1842-1843) y “La carta robada” (1844) considerados como los predecesores de la moderna novela de misterio o policíaca.

Entre sus cuentos sobresalen “La caída de la casa Usher” (1839), “El pozo y el péndulo” (1842), “El corazón delator” (1843) y “El barril de amontillado” (1846).

En el año 1847 falleció su mujer y él enfermó. Su adicción al alcohol y las drogas contribuyeron a su temprana muerte.

Falleció el 7 de octubre de 1849 en la ciudad estadounidense de Baltimore.


Ilustración de ©ChrisVector
Cristiano Siqueira, Sao Paulo, Brasil

Fuentes consultadas:
http://www.7calderosmagicos.com.ar/Autores/biogedgarallanpoe.htm
https://www.deviantart.com/crisvector/art/Edgar-Allan-Poe-214659580

miércoles, 27 de mayo de 2020

La caja oblonga



Hace años, a fin de viajar de Charleston, en la Carolina del Sur, a Nueva York, reservé pasaje a bordo del excelente paquebote Independence, al mando del capitán Hardy. Si el tiempo lo permitía, zarparíamos el 15 de aquel mes (junio); el día anterior, o sea el 14, subí a bordo para disponer algunas cosas en mi camarote.

Descubrí así que tendríamos a bordo gran número de pasajeros, incluyendo una cantidad de damas superior a la habitual. Noté que en la lista figuraban varios conocidos y, entre otros nombres, me alegré de encontrar el de Mr. Cornelius Wyatt, joven artista que me inspiraba un marcado sentimiento amistoso. Habíamos sido condiscípulos en la Universidad de C... y solíamos andar siempre juntos. Su temperamento era el de todo hombre de talento y consistía en una mezcla de misantropía, sensibilidad y entusiasmo. A esas características unía el corazón más ardiente y sincero que jamás haya latido en un pecho humano.

Observé que el nombre de mi amigo aparecía colocado en las puertas de tres camarotes, y luego de recorrer otra vez la lista de pasajeros, vi que había sacado pasaje para sus dos hermanas, su esposa y él mismo. Los camarotes eran suficientemente amplios y tenían dos literas, una sobre la otra. Excesivamente estrechas, las literas no podían recibir a más de una persona; de todos modos no alcancé a comprender por qué, para cuatro pasajeros, se habían reservado tres camarotes. En esa época me hallaba justamente en uno de esos estados de melancolía espiritual que inducen a un hombre a mostrarse anormalmente inquisitivo sobre meras nimiedades; confieso avergonzado, pues, que me entregué a una serie de conjeturas tan enfermizas como absurdas sobre aquel camarote de más.

No era asunto de mi incumbencia, claro está, pero lo mismo me dediqué pertinazmente a reflexionar sobre la solución del enigma. Por fin llegué a una conclusión que me asombró no haber columbrado antes: «Se trata de una criada, por supuesto -me dije-. ¡Se precisa ser tonto para no pensar antes en algo tan obvio!»

Miré nuevamente la lista de pasajeros, descubriendo entonces que ninguna criada habría de embarcarse con la familia, aunque por lo visto tal había sido en principio la intención, ya que luego de escribir: «y criada», habían tachado las palabras. «Pues entonces se trata de un exceso de equipaje -me dije-, algo que Wyatt no quiere hacer bajar a la cala y prefiere tener a mano... ¡Ah, ya veo: un cuadro! Por eso es que ha andado tratando con Nicolino, el judío italiano.»
La suposición me satisfizo y por el momento dejé de lado mi curiosidad.

Conocía muy bien a las dos hermanas de Wyatt, jóvenes tan amables como inteligentes. En cuanto a su esposa, como aquél llevaba poco tiempo de casado, aún no había podido verla. Wyatt había hablado muchas veces de ella en mi presencia, con su estilo habitual lleno de entusiasmo. La describía como de espléndida belleza, llena de ingenio y cualidades. De ahí que me sintiera muy ansioso por conocerla.

El día en que visité el barco (el 14), el capitán me informó que también Wyatt y los suyos acudirían a bordo, por lo cual me quedé una hora con la esperanza de ser presentado a la joven esposa. Pero al fin se me informó que «la señora Wyatt se hallaba indispuesta y que no acudiría a bordo hasta el día siguiente, a la hora de zarpar».

Llegó el momento, y me encaminaba de mi hotel al embarcadero cuando encontré al capitán Hardy, quien me dijo que, «debido a las circunstancias» (frase tan estúpida como conveniente), el Independence no se haría a la mar hasta uno o dos días después, y que, cuando todo estuviera listo, me mandaría avisar para que me embarcara.

Encontré esto bastante extraño, ya que soplaba una sostenida brisa del Sur, pero como «las circunstancias» no salían a luz, pese a que indagué todo lo posible al respecto, no tuve más remedio que volverme al hotel y devorar a solas mi impaciencia.

Pasó casi una semana sin que llegara el esperado aviso del capitán. Lo recibí por fin y me embarqué de inmediato. El barco estaba atestado de pasajeros y había la confusión habitual en el momento de izar velas. El grupo de Wyatt llegó unos diez minutos después que yo. Estaban allí las dos hermanas, la esposa y el artista -este último en uno de sus habituales accesos de melancólica misantropía-.

Demasiado conocía su humor, sin embargo, para prestarle especial atención. Ni siquiera se molestó en presentarme a su esposa, quedando este deber de cortesía a cargo de su hermana Marian, tan amable como inteligente, quien con breves y presurosas palabras nos presentó el uno a la otra.
La señora Wyatt se cubría con un espeso velo y, cuando lo levantó para contestar a mi saludo, debo reconocer que me quedé profundamente asombrado. Pero mucho más me hubiera asombrado de no tener ya el hábito de aceptar a beneficio de inventario las entusiastas descripciones de mi amigo, toda vez que se explayaba sobre la hermosura femenina. Cuando la belleza constituía su tema, sabía de sobra con qué facilidad se remontaba a las regiones del puro ideal.

La verdad es que no pude dejar de advertir que la señora Wyatt era una mujer decididamente vulgar. Si no fea del todo, me temo que no le andaba muy lejos. Vestía, sin embargo, con exquisito gusto, y no dudé de que había cautivado el corazón de mi amigo con las gracias más perdurables del intelecto y del alma. Pronunció muy pocas palabras, e inmediatamente entró en el camarote en compañía de su esposo.

Mi anterior curiosidad volvió a dominarme. No había ninguna criada, y de eso no cabía duda. Me puse a observar en busca del equipaje extra. Luego de alguna demora, llegó al embarcadero un carro conteniendo una caja oblonga de pino, que al parecer era lo único que se esperaba. Apenas a bordo la caja, levamos ancla, y poco después de cruzar felizmente la barra enfrentamos el mar abierto.

He dicho que la caja en cuestión era oblonga. Tendría unos seis pies de largo por dos y medio de ancho. La observé atentamente, y además me gusta ser preciso. Ahora bien, su forma era peculiar y, tan pronto la hube contemplado en detalle, me felicité por lo acertado de mis conjeturas. Se recordará que, de acuerdo con éstas, el equipaje extra de mi amigo el artista debía consistir en cuadros, o por lo menos en un cuadro. No ignoraba que durante varias semanas Wyatt había mantenido conversaciones con Nicolino, y ahora veía a bordo una caja que, a juzgar por su forma, sólo podía servir para guardar una copia de La última cena de Leonardo; no ignoraba, además, que una copia de esa pintura, ejecutada en Florencia por Rubini el joven, había estado cierto tiempo en posesión de Nicolino. Me pareció, pues, que la cuestión quedaba suficientemente resuelta. Me reí, quizá demasiado, pensando en mi perspicacia. Era la primera vez que, hasta donde podía saberlo, Wyatt me ocultaba alguno de sus secretos artísticos; pero no cabía duda de que en esta ocasión trataba de hacerme una treta y pasar de contrabando a Nueva York una magnífica pintura, confiando en que no me daría cuenta de nada. Resolví tomarme un buen desquite, sin esperar mucho.

Había no obstante algo que me fastidiaba. La caja no fue colocada en el camarote sobrante, sino depositada en el de Wyatt, donde ocupaba casi por completo el piso para evidente incomodidad del artista y de su esposa, acrecentada además porque la brea o la pintura con la cual se habían trazado grandes letras emitía un olor muy fuerte, desagradable y, para mí, especialmente repugnante. Sobre la tapa aparecían estas palabras: «Sra. Adelaide Curtis, Albany, Nueva York. Envío de Cornelius Wyatt, Esq. Este lado hacia arriba. Trátese con cuidado.»
Estaba yo enterado de que la señora Adelaide Curtis, de Albany, era la suegra del artista, pero consideré que éste había hecho estampar su nombre a fin de mistificarme mejor. Me sentía seguro de que la caja y su contenido no seguirían viaje a Albany, sino que quedarían en el estudio de mi misantrópico amigo, en la calle Chambers de Nueva York.

Durante los primeros tres o cuatro días tuvimos un tiempo excelente a pesar del viento de proa -pues había virado al Norte apenas hubimos perdido de vista la costa-. Por consiguiente, los pasajeros estaban de muy buen humor y dispuestos a la sociabilidad. Tengo que exceptuar, sin embargo, a Wyatt y a sus hermanas, que se mostraban reservados y fríos, en forma que no pude menos de considerar descortés hacia el resto del pasaje. De la conducta de Wyatt no me preocupaba mucho. Estaba melancólico más allá de lo acostumbrado en él; incluso diré que se mostraba lúgubre, pero no podía extrañarme dadas sus excentricidades. En cambio me resultaba imposible excusar a sus hermanas. Se encerraban en su camarote la mayor parte del día, negándose terminantemente, a pesar de mi insistencia, a alternar con nadie a bordo.

La señora Wyatt era, en cambio, mucho más agradable. Vale decir que era parlanchina, y esto tiene mucha importancia en un viaje por mar. Pronto se mostró excesivamente familiar con la mayoría de las señoras y, para mi profunda estupefacción, mostró una tendencia poco disimulada a coquetear con los hombres. A todos nos divertía muchísimo.
Digo «divertía», pero apenas si sé cómo explicarme. La verdad es que muy pronto advertí que la gente se reía más de ella que por ella. Los caballeros reservaban sus opiniones, pero las damas no tardaron en declararla «una excelente mujer, nada bonita, sin la menor educación y decididamente vulgar». Lo que asombraba a todos era cómo Wyatt había podido caer en la trampa de semejante matrimonio. Se pensaba, claro está, en razones de fortuna, pero yo sabía que la solución no residía en eso, pues Wyatt me había informado que su esposa no aportaba un solo centavo al matrimonio, ni tenía la menor esperanza de heredar. Se había casado con ella -según me dijo- por amor y solamente por amor, pues su esposa era más que merecedora de cariño.

Pensando en estas frases de mi amigo me sentí perplejo más allá de toda descripción. ¿Podía ser que estuviera perdiendo la razón? ¿Qué otra cosa podía pensar? Él, tan refinado, tan intelectual, tan exquisito, con una percepción finísima de todo lo imperfecto, con tan aguda apreciación de la belleza. A decir verdad, la dama parecía muy enamorada de él -especialmente en su ausencia-, y se ponía en ridículo al citar repetidamente lo que había dicho «su adorado esposo, el señor Wyatt». La palabra «esposo» parecía siempre -para usar una de sus delicadas expresiones- «en la punta de su lengua». Pero entretanto todos advirtieron que él la evitaba de la manera más evidente y que prefería encerrarse solo en su camarote, donde bien podía decirse que vivía, dejando plena libertad a su esposa para que se divirtiera a gusto en las reuniones del salón.

De lo que había visto y oído extraje la conclusión de que el artista, movido por algún inexplicable capricho del destino, o presa quizá de un acceso de pasión tan entusiasta como fantástico, se había unido a una persona por completo inferior a él, y que no había tardado en sucumbir a la consecuencia natural, o sea a la más viva repugnancia. Me apiadé de él desde lo más profundo de mi corazón, pero no por ello pude perdonarle el secreto que había mantenido sobre el embarque de La última cena. Continué, pues, resuelto a saborear mi venganza.

Un día subió Wyatt al puente y, luego de tomarlo del brazo como era mi antigua costumbre, echamos a andar de un lado a otro. Su melancolía (que yo encontraba muy natural dadas las circunstancias) continuaba invariable. Habló poco, con tono malhumorado y haciendo un gran esfuerzo. Aventuré una broma y vi que luchaba penosamente por sonreír. ¡Pobre diablo! Pensando en su esposa, me maravillaba que fuera incluso capaz de aparentar alegría. Pero, finalmente, me determiné a sondearlo a fondo, comenzando una serie de veladas insinuaciones sobre la caja oblonga, a fin de que, poco a poco, se diera cuenta de que yo no era para nada víctima de su pequeña mistificación. Con tal propósito, y a fin de descubrir mis baterías, dije algo sobre la «curiosa forma de esa caja»; y al pronunciar estas palabras le hice una sonrisa de inteligencia, le guiñé un ojo, todo esto mientras le daba suavemente con el dedo en las costillas.

La manera con que Wyatt recibió tan inocente broma me convenció al punto de que se había vuelto loco. Primeramente me miró como si le resultara imposible comprender el ingenio de mi observación; pero, a medida que mis palabras iban abriéndose lentamente paso en su cerebro, los ojos parecieron querer salírsele de las órbitas. Su rostro se puso escarlata, luego palideció espantosamente y, como si lo que yo había insinuado le divirtiera muchísimo, estalló en carcajadas que, para mi estupefacción, se prolongaron cada vez con más fuerza durante largos minutos. Finalmente se desplomó pesadamente sobre cubierta; mientras me esforzaba por levantarle, tuve la impresión de que había muerto.

Pedí auxilio y, con mucho trabajo, le hicimos volver en sí. Apenas reaccionó se puso a hablar incoherentemente, hasta que le sangramos y le metimos en cama. A la mañana siguiente se había recobrado del todo, por lo menos en lo que se refiere a la salud física. De su mente prefiero no decir nada. Evité encontrarme con él durante el resto del viaje, siguiendo el consejo del capitán, quien parecía coincidir plenamente conmigo en que Wyatt estaba loco, pero me pidió que no dijese nada a los restantes pasajeros.

Inmediatamente después de la crisis de mi amigo ocurrieron varias cosas que exaltaron todavía más la curiosidad que me poseía. Entre otras, señalaré la siguiente: Me sentía nervioso por haber bebido demasiado té verde, y dormía mal, tanto que durante dos noches no pude pegar los ojos. Mi camarote daba al salón principal, o salón comedor, como todos los camarotes ocupados por hombres solos. Las tres cabinas de Wyatt comunicaban con el salón posterior, el cual estaba separado del principal por una liviana puerta corrediza que no se cerraba nunca, ni siquiera de noche. Como seguíamos navegando con viento en contra, el barco escoraba acentuadamente a sotavento y, cada vez que el lado de estribor se inclinaba en ese sentido, la puerta divisoria se corría y quedaba en esa posición, sin que nadie se molestara en levantarse y cerrarla. Mi camarote hallábase en una posición tal que, cuando tenía abierta la puerta (lo que ocurría siempre, a causa del calor), podía ver con toda claridad el salón posterior, e incluso esa parte adonde daban los camarotes de Wyatt. Pues bien, durante dos noches (no consecutivas), en que me hallaba despierto, vi que, a eso de las once, la señora Wyatt salía cautelosamente del camarote de su esposo y entraba en el camarote sobrante, donde permanecía hasta la madrugada, hora en que Wyatt iba a buscarla y la hacía entrar nuevamente en su cabina.

Resultaba claro, pues, que el matrimonio estaba separado. Ocupaban habitaciones aparte, sin duda a la espera de un divorcio más absoluto; y pensé que en eso residía, después de todo, el misterio del camarote suplementario.
Mucho me interesó, además, otra circunstancia. Durante las dos noches de insomnio a que he aludido, e inmediatamente después que la señora Wyatt hubo entrado en el tercer camarote, atrajeron mi atención ciertos singulares sonidos ahogados que brotaban del de su esposo. Tras de escuchar un tiempo, logré explicarme perfectamente su significado. Aquellos ruidos los producía el artista al abrir la caja oblonga mediante un escoplo y una maza, esta última envuelta en alguna materia algodonosa o de lana que amortiguaba los golpes.

A fuerza de escuchar me pareció que podía distinguir el preciso momento en que Wyatt levantaba la tapa, y también cuando la retiraba a fin de depositarla en la litera superior de su cabina. Me di cuenta de esto último a causa de los golpecitos que daba la tapa contra los tabiques de madera del camarote, mientras que Wyatt trataba de depositarla con toda suavidad en la litera, por no haber espacio en el suelo. A eso seguía un profundo silencio, sin que volviera a escuchar nada hasta el amanecer, como no fuera, si cabe mencionarlo, un leve sonido semejante a sollozos o suspiros, tan sofocados que resultaban casi inaudibles -a menos que se tratara de un producto de mi imaginación-. He dicho que aquello hacía pensar en sollozos o suspiros, pero muy bien podía tratarse de otra cosa; más bien cabía pensar en una ilusión auditiva. Sin duda, de acuerdo con sus hábitos, Wyatt se entregaba a uno de sus caprichos, dejándose llevar por un arrebato de entusiasmo artístico, y abría la caja oblonga a fin de regalar sus ojos con el tesoro pictórico que encerraba. Por supuesto, nada había en esto que justificara un rumor de sollozos; repito, pues, que debía tratarse de una alucinación de mi mente, excitada por el té verde del excelente capitán Hardy. En las dos noches de que he hablado, poco antes del alba oí cómo Wyatt volvía a colocar la tapa sobre la caja oblonga, introduciendo los clavos en sus agujeros por medio de la maza envuelta en trapos. Hecho esto salía de su camarote completamente vestido e iba en busca de la señora Wyatt, que se hallaba en la otra cabina.

Llevábamos siete días en el mar y habíamos pasado ya el cabo Hatteras, cuando nos asaltó un fortísimo viento del sudoeste. Como el tiempo se había mostrado amenazante, no nos tomó desprevenidos. Todo a bordo estaba bien aparejado y, cuando el viento se hizo más intenso, nos dejamos llevar con dos rizos de la mesana cangreja y el trinquete.

Con este velamen navegamos sin mayor peligro durante cuarenta y ocho horas, ya que el barco resultó ser muy marino y no hacía agua. Pero, al cumplirse este tiempo, el viento se transformó en huracán y la mesana cangreja se hizo pedazos, con lo cual quedamos de tal modo a merced de los elementos que de inmediato nos barrieron varias olas enormes, en rápida sucesión. Este accidente nos hizo perder tres hombres, aparte de quedar destrozadas las amuradas de babor y la cocina. Apenas habíamos recobrado algo de calma cuando el trinquete voló en jirones, lo que nos obligó a izar una vela de estay, pudiendo así resistir algunas horas, pues el barco capeaba el temporal con mayor estabilidad que antes.

Pero el huracán mantenía toda su fuerza, sin dar señales de amainar. Pronto se vio que la enjarciadura estaba en mal estado, soportando una excesiva tensión; al tercer día de la tempestad, a las cinco de la tarde, un terrible bandazo a barlovento mandó por la borda nuestro palo de mesana.

Durante más de una hora luchamos por terminar de desprenderlo del buque, a causa del terrible rolido; antes de lograrlo, el carpintero subió a anunciarnos que había cuatro pies de agua en la sentina. Para colmo de males descubrimos que las bombas estaban atascadas y que apenas servían.

Todo era ahora confusión y angustia, pero continuamos luchando para aligerar el buque, tirando por la borda la mayor parte del cargamento y cortando los dos mástiles que quedaban. Todo esto se llevó a cabo, pero las bombas seguían inutilizables y la vía de agua continuaba inundando la cala.

A la puesta del sol el huracán había amainado sensiblemente y, como el mar se calmara, abrigábamos todavía esperanzas de salvarnos en los botes. A las ocho de la noche las nubes se abrieron a barlovento y tuvimos la ventaja de que nos iluminara la luna llena, lo cual devolvió el ánimo a nuestros abatidos espíritus.

Después de una increíble labor pudimos por fin botar al agua la chalupa y embarcamos en ella a la totalidad de la tripulación y a la mayor parte de los pasajeros. Alejóse la chalupa y, al cabo de muchísimos sufrimientos, llegó finalmente sana y salva a Ocracoke Inlet, tres días después del naufragio.

Catorce pasajeros quedamos a bordo con el capitán, resueltos a intentar fortuna en el botequín de popa. Lo botamos sin dificultad, aunque sólo por milagro no se volcó al tocar el agua, y embarcaron en él el capitán y su esposa, Wyatt y su familia, un oficial mexicano con su esposa y sus cuatro hijos, y yo con mi criado de color.
Como es natural, no había allí espacio para otra cosa que unos pocos instrumentos imprescindibles, provisiones y las ropas que llevábamos puestas. Nadie había pensado siquiera en salvar otros bienes. ¡Cuál no sería nuestra estupefacción cuando, apenas alejados del barco, vimos a Wyatt que se ponía de pie en la popa del bote y, fríamente, pedía al capitán Hardy que nos acercáramos otra vez al barco para embarcar su caja oblonga!

-Siéntese usted, señor Wyatt -replicó el capitán con alguna severidad-. Terminará por hacer zozobrar el bote si no se está quieto. ¿No ve que la borda está al ras del agua?
-¡La caja! -vociferó Wyatt, siempre de pie-. ¡La caja, le digo! Capitán Hardy, no puede usted rehusarme lo que le pido... ¡No, no puede! ¡No pesa casi nada.... apenas una nada! ¡Por la madre que le dio a luz, por el amor del cielo, por lo que más quiera... le imploro que volvamos a buscar la caja!

Durante un momento el capitán pareció conmovido por las súplicas, pero no tardó en recobrar su aire adusto y replicó:
-Señor Wyatt, usted está loco, y no lo escucharé. ¡Siéntese le digo, o hará zozobrar el bote! ¡Vosotros, sujetadlo... pronto... o saltará al agua...! ¡Ah... demasiado tarde!

En efecto, al decir el capitán estas palabras, Wyatt se había arrojado al agua y, como todavía estábamos al socaire del buque, logró, tras un sobrehumano esfuerzo, sujetarse de una cuerda que colgaba a proa. Un instante después trepaba a cubierta y corría frenéticamente hacia la escotilla que llevaba a los camarotes.

Entretanto habíamos sido llevados hacia la popa del barco y, sin la protección de su casco, quedamos inmediatamente a merced del terrible oleaje. Nos esforzamos por acercarnos otra vez, pero nuestro pequeño bote era como una pluma en el soplo de la tempestad. Nos bastó una ojeada para comprender que el destino del infortunado artista estaba sellado.

A medida que aumentaba nuestra distancia del buque casi sumergido, vimos que el loco (ya que sólo podíamos considerarlo como tal) aparecía otra vez en cubierta y, con fuerzas que parecían las de un gigante, arrastraba consigo la caja oblonga. Mientras lo contemplábamos en el colmo de la estupefacción, vimos que arrollaba rápidamente una cuerda a la caja y la pasaba luego varias veces por su cuerpo. Un instante después ambos caían al mar, desapareciendo instantáneamente y para siempre.

Por un momento detuvimos el movimiento de los remos, clavados los ojos en el lugar del drama. Por fin reanudamos nuestros esfuerzos, y pasó una hora sin que nadie dijera una palabra. Yo me atreví, por fin, a insinuar una observación.

-¿Reparó usted, capitán, en cómo se hundieron de golpe? ¿No es sumamente curioso? Confieso que, por un momento, tuve una débil esperanza de que Wyatt se salvaría, al ver que se ataba a la caja y se confiaba así al mar.
-Por supuesto que se hundieron, y con la rapidez de una bala de plomo -repuso el capitán-. Sin embargo volverán a subir a la superficie... pero no antes de que la sal se disuelva.
-¡La sal! -exclamé.
-¡Sh...! -dijo el capitán, señalándome a la esposa y hermanas del muerto-. Ya hablaremos de esas cosas en un momento más oportuno.

Mucho sufrimos, y escapamos por muy poco de la muerte, pero la fortuna nos favoreció al igual que a nuestros camaradas de la chalupa. Más muertos que vivos, después de cuatro días de horrible angustia, tocamos tierra en la playa opuesta a Roanoke Island. Permanecimos allí una semana, pues los raqueros no nos trataron mal, y finalmente hallamos la manera de llegar a Nueva York.

Un mes después de la pérdida del Independence, me encontré casualmente en Broadway con el capitán Hardy. Como es natural, nuestra conversación versó sobre el naufragio y, en especial, sobre el triste destino del pobre Wyatt. En esa ocasión me enteré de los detalles siguientes:
El artista había tomado pasaje para él, su esposa, sus dos hermanas y una criada. Tal como él la había descrito, su esposa era la más encantadora y cultivada de las mujeres. En la mañana del 14 de junio (día en que visité por primera vez el barco), la señora Wyatt enfermó repentinamente y murió. El joven esposo estaba enloquecido de dolor, pero las circunstancias le impedían aplazar su viaje a Nueva York. Era necesario que llevara a su madre el cuerpo de la esposa adorada, aunque, por otra parte, no ignoraba que un prejuicio universal le impediría hacerlo abiertamente. De cada diez pasajeros, nueve habrían abandonado el barco antes de hacerse a la mar en compañía de un cadáver.

En este dilema, el capitán Hardy consintió en que el cuerpo, parcialmente embalsamado y colocado entre espesas capas de sal en una caja de dimensiones adecuadas, fuera subido a bordo como si se tratara de una mercancía. Nada se diría sobre el fallecimiento de la dama; mas, como ya era sabido que Wyatt había tomado pasaje para él y su esposa, fue preciso encontrar a alguien que desempeñara el papel de esta última durante el viaje. La doncella de la difunta aceptó ese papel voluntariamente. El camarote sobrante, que en principio había sido tomado para la criada, fue, naturalmente, conservado. Allí dormía aquélla, como se supondrá, todas las noches. De día representaba, en la medida de sus posibilidades, el papel de ama -cuya persona era totalmente desconocida para los pasajeros de a bordo, como se tuvo buen cuidado de verificar previamente.

En cuanto a mi engaño, nació de un temperamento demasiado negligente, inquisidor e impulsivo. Pero, desde entonces, es muy raro que duerma bien de noche. De cualquier lado que me vuelva, hay siempre un rostro que me hostiga. Y una risa histérica resonará para siempre en mis oídos.

FIN


También podés escuchar la narración de esta historia aquí:

 

martes, 26 de mayo de 2020

LA BRUJA BRUNILDA Y LA ALFOMBRA VOLADORA

HOLA!!!
COMO SABEMOS QUE TE GUSTAN LOS CUENTOS CON BRUJAS, HOY TE PROPONEMOS ESCUCHAR LA HISTORIA DE "LA BRUJA BRUNILDA..." de Valerie Thomas y Paul Korky.



OJALÁ TE HAYA GUSTADO TANTO COMO A NOSOTROS!!!

lunes, 25 de mayo de 2020

"Revolución de Mayo de 1810"

Chicos, en este lunes feriado nacional, les dejamos este video sobre la "Revolución de Mayo de 1810"



domingo, 24 de mayo de 2020

LOS TRES CERDITOS.

LOS TRES CERDITOS. 

AUTOR ANÓNIMO - ILUSTRACIONES DE GABRIEL CORTINA



TIEMPO ATRÁS, EN EL CORAZÓN DEL BOSQUE, VIVÍAN TRES CERDITOS QUE ERAN HERMANOS.

EL LOBO SIEMPRE ANDABA PERSIGUIÉNDOLES PARA COMÉRSELOS.

PARA ESCAPAR DEL LOBO, LOS CERDITOS DECIDIERON HACERSE UNA CASA.


EL PEQUEÑO LA HIZO DE PAJA, PARA ACABAR ANTES Y PODER IRSE A JUGAR.



EL MEDIANO CONSTRUYÓ UNA CASITA DE MADERA.

AL VER QUE SU HERMANO PEQUEÑO HABÍA TERMINADO YA, SE DIO PRISA PARA IRSE A JUGAR CON ÉL.



EL MAYOR TRABAJABA EN SU CASA DE LADRILLO.

- YA VERÁN LO QUE HACE EL LOBO CON SUS CASAS- RIÑÓ A SUS HERMANOS MIENTRAS ÉSTOS SE LO PASABAN EN GRANDE.



EL LOBO SALIÓ DETRÁS DEL CERDITO PEQUEÑO Y ÉL CORRIÓ HASTA SU CASITA DE PAJA, PERO EL LOBO SOPLÓ Y SOPLÓ Y LA CASITA DE PAJA DERRUMBÓ.



EL LOBO PERSIGUIÓ TAMBIÉN AL CERDITO POR EL BOSQUE, QUE CORRIÓ A REFUGIARSE EN CASA DE SU HERMANO MEDIANO. PERO EL LOBO SOPLÓ Y SOPLÓ Y LA CASITA DE MADERA DERRIBÓ. LOS DOS CERDITOS SALIERON CORRIENDO DE ALLÍ.



CASI SIN ALIENTO, CON EL LOBO PEGADO A SUS TALONES, LLEGARON A LA CASA DEL HERMANO MAYOR.

LOS TRES SE METIERON DENTRO Y CERRARON BIEN TODAS LAS PUERTAS Y VENTANAS. EL LOBO SE PUSO A DAR VUELTAS A LA CASA, BUSCANDO ALGÚN SITIO POR EL QUE ENTRAR. CON UNA ESCALERA LARGUÍSIMA TREPÓ HASTA EL TEJADO PARA COLARSE POR LA CHIMENEA. PERO EL CERDITO MAYOR PUSO AL FUEGO UNA OLLA CON AGUA. EL LOBO COMILÓN DESCENDIÓ POR EL INTERIOR DE LA CHIMENEA, PERO CAYÓ SOBRE EL AGUA HIRVIENDO Y SE QUEMÓ LA COLA.



ESCAPÓ DE ALLÍ DANDO UNOS TERRIBLES AULLIDOS QUE SE OYERON EN TODO EL BOSQUE. SE CUENTA QUE NUNCA JAMÁS QUISO COMER CERDITO.




FIN

sábado, 23 de mayo de 2020

Adivina adivinador...!

Hola!!!!!
"Adivinador adivina, adivina adivinador..." así dice una canción deMaría Elena Walsh.
Hoy te proponemos adivinar..... sonidos e instrumentos... te animás? A ver si recordás el nombre de cada instrumento:


viernes, 22 de mayo de 2020

Los docentes en esta cuarentena

Hola!
Desde la Supervisión, nos hicieron llegar un video... pero esta vez es para los maestros.
Para agradecerles todo lo que hacen para sostener la educación de forma virtual.



Graciassss!!!!

jueves, 21 de mayo de 2020

LA COCINA DE LA BRUJA

SEGUIMOS DISFRUTANDO DE HISTORIAS CON BRUJAS.
TE RECOMENDAMOS NO ESCUCHAR ESTA HISTORIA A LA HORA DE COMER.... JAJA

HOY: LA COCINA DE LA BRUJA, de Nick Sharratt





- ¿QUÉ HABÍA PARA MERENDAR EN LA COCINA DE LA BRUJA?

miércoles, 20 de mayo de 2020

Mitos... fábulas... o leyendas?

Hola!
Vamos a recordar qué es cada cosa... forman parte de los subgéneros literarios, todos ellos forman parte del género Narrativo, al igual que el cuento y la novela.
Vemos el video de Aula 365?


martes, 19 de mayo de 2020

El corazón delator

Hola, Chicos !!!

Sabemos que 7mo Grado están leyendo Cuentos Policiales, les dejamos:

"El corazón delator"


Autor: Edgar Allan Poe


¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen… y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre… Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio… ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado… con qué previsión… con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría… ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente… muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente… ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches… cada noche, a las doce… pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás… pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando… tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena… ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: “No es más que el viento en la chimenea… o un grillo que chirrió una sola vez”. Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par… y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí… ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez… nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar… ninguna mancha… ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo… ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues… ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara… hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba… ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso…, un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia… maldije… juré… Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto… más alto… más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían… y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces… otra vez… escuchen… más fuerte… más fuerte… más fuerte… más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí… ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!
FIN


Reseña #49: El Corazón Delator- Edgar Allan Poe (con imágenes ...

Cuento: "Pata de dinosaurio" Autora Liliana Cinetto

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