La sopa de piedra
Origen: España
Este cuento creció de tantas personas a las que les gustó prestar sus bocas y orejas para compartirlo.
Así ha viajado primero por toda España y luego donde los españoles quisieron llevarlo.
Ruth Kaufman (Buenos Aires, 1961).
Es poeta y narradora.
Fue distinguida con el Premio Nacional de Narrativa, del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay, y el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil del Ministerio de Cultura de la Argentina. Junto con Diego Bianki, fundó la editorial Pequeño Editor.
Fernanda Cohen (Buenos Aires, 1979).
Estudió Ilustración en la School of Visual Arts en Nueva York, donde residió doce años. Ilustra para medios editoriales, diseñadores de moda y agencias publicitarias, y ha recibido ochenta premios internacionales.
Hacía horas que venía caminando. Un soldado que volvía a su casa después del fin de la guerra. De pronto, el estómago del soldado crujió de hambre como una puerta vieja. Entonces, al fondo del valle vio un caserío. Aunque apretó el paso y caminó y caminó, llegó a las casas cerca del mediodía.
Toc toc.
El ruido de sus nudillos contra la madera. La puerta se abrió apenas para dar lugar a la cara de una mujer joven y, entre sus rodillas, asomaron los ojos de un niño.
—¿Diga? —dijo la mujer.
—Buenas tardes. Soy un soldado —respondió él, aunque el uniforme hiciera innecesaria esa aclaración.
La mujer agregó:
—¿Sí?
“Tengo que ir al grano”, pensó el soldado; de adentro salía un aroma a guiso que partía el aire.
—Con todo respeto, señora, tal vez tenga usted alguna cosita para mi almuerzo, lo que sea…
—Lo siento, lo siento tanto —lo interrumpió la mujer—, pero no tenemos nada, nada —repetía mientras iba cerrando la puerta—. Nada…nada.
Y la puerta se cerró delante de las narices del soldado.
Él no se desanimó y fue hasta la casa de enfrente.
Toc toc.
Esta vez la puerta se abrió por la mitad. Todo ese espacio fue ocupado por un hombre de la misma edad y altura que el soldado, pero con 50 kilos más.
—Buenas tardes —dijo el hombre.
—Buenas tardes —repitió el soldado.
Se hizo un silencio demasiado largo.
El soldado se apuró:
—Buen hombre, ¿podría darme usted alguna cosita? —Por encima de las palabras se oyó el rugido de la panza del soldado—.
Lo que tenga para acallar el hambre.
—Con gusto le daría —dijo el hombre—, pero se nos han acabado las provisiones.
Mañana, venga mañana… y le daré.
Y la puerta ya estaba cerrada.
El soldado lo volvió a intentar. Le dijeron que no. Que ganas de dar no les faltaban, pero se habían quedado sin alimentos, ni migas de pan debajo de la mesa. Probó una cuarta vez y obtuvo la misma respuesta.
Una mujer joven, un niño, un gordo, una vieja, un viejo. “¡Pueblo de porquería!
¡Ojalá se les sequen los cultivos!, ¡se les mueran todos los animales, les caiga la langosta, el granizo, la sequía!”.
El soldado pensó esas y otras maldiciones. Pero aunque le aliviaron el enojo, no le quitaron el hambre. Entonces se agachó y, sin que nadie lo viera, recogió una piedra. La limpió con la manga de su camisa y la guardó en la mochila. Cruzó el pueblo a pie y golpeó a la puerta de la última casa.
Toc toc.
Detrás de la puerta, una mujer y a su lado, una nena.
—Buenas tardes —dijo el soldado. Abrió la mochila y con suma delicadeza sacó la piedra—. Soy un soldado que viene de lejos. Como es la hora de almorzar pensaba cocinar mi sopa de piedra.
—¿Sopa de piedra? —preguntó intrigada la mujer.
—¿Nunca la probó?
—Jamás.
—No sabe lo que se pierde…Yo le puedo convidar, claro. Solo preciso, si usted es tan amable, una olla con agua y una cuchara larga para revolver.
Mientras la mujer entraba en la casa, el soldado recogió ramas. Luego acomodó piedras en un lugar a la vista de todos.
Encendió el fuego y puso encima la olla con agua. Con mucho cuidado, acarició la piedra, murmuró unas palabras y la puso dentro de la olla. La niña de la casa lo miraba en silencio. El soldado revolvía con la larga cuchara.
—¿Puedo revolver? —preguntó la niña.
—Con mucho cuidado y siempre para el mismo lado.
Ya dos chicos más se habían acercado.
El soldado tomó la cuchara, sacó un poco de agua y la probó. Sonrió.
—¿Está rica? —preguntó un chico.
—No está mal —dijo el soldado—, pero con unas papas quedaría mejor.
—¡Yo tengo! —dijo y salió corriendo para su huerto.
—¡Y yo! —dijo otro que también salió disparado.
Regresaron con dos papas, cuatro zanahorias y una batata que fueron a dar a la olla. El soldado siguió revolviendo. Por el camino se acercaban un viejo y su hija con un bebé en brazos. Los chicos les explicaron que el soldado estaba haciendo la famosa sopa de piedra. El soldado volvió a probar.
—¿Y…? —preguntaron a coro los niños.
—Va muy bien —dijo el soldado—. Muy bien… ¿quizás si le agregamos algo de carne o de gallina?
Esta vez salieron los otros chicos.
Volvieron con sus madres. Las señoras le dieron al soldado media gallina y varios huesos rodeados de carne.
El soldado echó todo en la olla y siguió revolviendo. A su alrededor estaban casi todos los habitantes del caserío. La gente miraba dentro de la olla y comentaba:
—¡Qué bien le quedaría repollo!
Y salían a buscarlo.
—¿Unas arvejas?
—¿Dónde se ha visto una sopa sin apio ni acelga?
Nadie quería ser menos, cada cual traía un alimento, un condimento, un secreto propio de sus mejores sopas.
Un rato después, el soldado levantó la cuchara pidiendo silencio. Revolvió, probó y dijo:
—¡Excelente! Solo le faltan unos granos de sal.
Y como era lo único que llevaba en su mochila, sacó la sal y la echó en la olla.
Entonces invitó a todos a comer. Una señora trajo pan y un señor muy gordo trajo vino. El soldado fue sirviéndoles a todos. Hasta se animaron a un brindis. En el fondo de la olla solo quedó la piedra.
La niña que había llegado primero la miró y pidió:
—¿Me la puedo quedar?
El soldado miró a la niña. Sacó la piedra de la olla. Parecía indeciso. Grandes y chicos se quedaron callados, expectantes.
—Está bien, te la daré. Pero con una condición: nunca comas sola la sopa que hagas con esta piedra.
—Si me permiten —agregó—, aún debo cumplir una tarea—. Y usando varias rodajas de pan, que se comía a grandes bocados, fue limpiando el fondo de la olla.
—Ahora sí —dijo mientras la devolvía a su dueña—. Tenga usted, amable señora, muchísimas gracias.
—Merecidas.
—Yo debo seguir andando—dijo el soldado—, pero les dejo la piedra y la receta.
Con la panza llena y el corazón contento, el soldado volvió al camino que lo llevaba de regreso a casa.
Fin
Cuentos clásicos infantiles
SÍNTESIS
Estos cuentos pasan de boca a oreja de mamás, papás, abuelas, tíos y chicos desde hace mucho, mucho tiempo. “Hansel y Gretel”, “Caperucita Roja”, “La princesa y el guisante”, “Pedro y el lobo” y “La sopa de piedra” son historias que los van a acompañar siempre.
Por eso, es importante leerlas una y otra vez hasta que se las sepan de memoria, hasta que se queden dormidos y las sueñen, hasta que se despierten hablando del lobo, de la princesa y de la bruja como si estuvieran ahí.
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