A las 9 de la mañana del domingo el señor Lanari empezó a destejerse.
Y fue así:
Como todos los días, antes de salir de su casa, se despidió de su perro Firulí con un abrazo y un beso en el cachete.
Pero esta vez —¡oh!— una hebra de su gorro de lana quedó atrapada entre las mandíbulas de Firulí. Ninguno de los dos se dio cuenta.
El señor Lanari cruzó el jardín y llegó a la vereda.
Como Firulí rara vez se molestaba en abrir la boca, la hebra de lana tampoco zafó de entre sus dientes.
¡Y fue ahí justamente cuando el señor Lanari empezó a destejerse!
Por suerte era domingo. A medida que se alejaba de su casa, el destejido avanzaba. Camina que te camina. Desteje que te desteje. Detrás de él iba quedando un tallarín de lanas de colores cambiantes.
El señor Lanari se sentía cada vez más disminuido: cuando paró en la esquina de la confitería para comprar merengues ya se había destejido todo por arriba.
Encima del bolsillo del chaleco ¡no había nada!
Así siguió.
Punto por punto, paso a paso, el destejido avanzó hasta la cintura. Y más. Y más abajo.
Por suerte era domingo, porque todos los domingos iba a visitar a su abuela.
Cuando llegó a la puerta de la casa de su abuela, en el lugar donde debía estar el señor Lanari sólo quedaban las medias que también habían empezado a destejerse.
Cuando la abuela lo vio, dijo: “¡Pero qué barbaridad!”.
Entonces agarró un par de agujas, ensartó los puntos sueltos de las medias y desde allí empezó a tejerlo de nuevo.
Todo.
Completo.
Tejió al señor Lanari de pies a cabeza. Cuando llegó al gorro, naturalmente apareció Firulí con la punta de la hebra todavía en la boca. Sólo la abrió cuando los tres se sentaron a comer merengues.
Y fue así:
Como todos los días, antes de salir de su casa, se despidió de su perro Firulí con un abrazo y un beso en el cachete.
Pero esta vez —¡oh!— una hebra de su gorro de lana quedó atrapada entre las mandíbulas de Firulí. Ninguno de los dos se dio cuenta.
El señor Lanari cruzó el jardín y llegó a la vereda.
Como Firulí rara vez se molestaba en abrir la boca, la hebra de lana tampoco zafó de entre sus dientes.
¡Y fue ahí justamente cuando el señor Lanari empezó a destejerse!
Por suerte era domingo. A medida que se alejaba de su casa, el destejido avanzaba. Camina que te camina. Desteje que te desteje. Detrás de él iba quedando un tallarín de lanas de colores cambiantes.
El señor Lanari se sentía cada vez más disminuido: cuando paró en la esquina de la confitería para comprar merengues ya se había destejido todo por arriba.
Encima del bolsillo del chaleco ¡no había nada!
Así siguió.
Punto por punto, paso a paso, el destejido avanzó hasta la cintura. Y más. Y más abajo.
Por suerte era domingo, porque todos los domingos iba a visitar a su abuela.
Cuando llegó a la puerta de la casa de su abuela, en el lugar donde debía estar el señor Lanari sólo quedaban las medias que también habían empezado a destejerse.
Cuando la abuela lo vio, dijo: “¡Pero qué barbaridad!”.
Entonces agarró un par de agujas, ensartó los puntos sueltos de las medias y desde allí empezó a tejerlo de nuevo.
Todo.
Completo.
Tejió al señor Lanari de pies a cabeza. Cuando llegó al gorro, naturalmente apareció Firulí con la punta de la hebra todavía en la boca. Sólo la abrió cuando los tres se sentaron a comer merengues.
FÍN
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