Cuento: La casa más abrigada del mundo
En el barrio de Florida pasan a veces cosas que no son cuento, pero parecen. Y esto fue lo que pasó con Macedonio, el que tejía.
Macedonio había aprendido a tejer por el mucho frío que siempre tenía, en invierno y en verano, en las orejas, en los pies, en la nariz y en las manos. Tanto, pero tanto frío solía tener Macedonio que nunca usaba menos de tres camisetas de frisa, cinco pulóveres finitos y dos pulóveres gruesos, cuatro pares de medias, varias bufandas, pares de guantes, gorros…y también medias en las orejas.
Y fue precisamente por culpa de las orejas que Macedonio empezó a tejer. Las medias —a rayas, a rombos o lisas— no calzaban demasiado bien y siempre siempre, por mucho que se empeñara Macedonio en ajustarlas con vueltas y dobleces, terminaban cayendo hacia abajo, como orejas de cocker spaniel.
Macedonio, de apellido Castro, no estaba dispuesto a parecer un cocker, de apellido spaniel. Por eso pidió prestadas unas agujas, compró un ovillo de lana y aprendió a tejer.
Se tejió unas lindísimas mediarejas de color rojo, que se calzó (o se orejó) de inmediato. Las mediarejas eran bolsitas redondas que se adaptaban a las mil maravillas a las orejas de Macedonio, y muy posiblemente a las de cualquier otro vecino del barrio de Florida igual de friolento.
Bueno, lo cierto es que Macedonio había resultado un buen tejedor y, además, el tejido lo divertía bastante en sus largas tardes de jubilado.
—¡Mirá, mami, un hombre tejiendo! —gritó un nenito el primer día. Después ya nadie dijo nada más, y Macedonio tejiendo —en la plaza, en la puerta de su casa o en el banco del andén de la estación— era más corriente que un gato lamiéndose las patas.
Pero, claro, después de tejerse cinco pares de mediarejas, y hasta algunas mediarices (que eran, como podrán imaginarse, tapaditos para las narices), Macedonio ya no tuvo qué parte de su cuerpo proteger del frío con sus tejidos.
Entonces pensó en su perro García, y le tejió una capita roja con una gran G de color amarillo. La capita de García era realmente estupenda, y los vecinos de Florida, cada vez que veían pasar al perro, se admiraban de lo bien que tejía el dueño.
Un día Macedonio fue a tomar el té a casa de Carmela Bermúdez, que era su más amiga, y descubrió, para su alegría, al cubretetera, una capita de lana de muchos colores que servía para que el té no se enfriara.
Ese fue un gran día para Macedonio, porque descubrió que también las cosas pueden abrigarse.
En pocas semanas tejió una cubretetera, un cubrecamas, un cubrevelador, un cubrecocina, un cubreheladera (tenía frío la heladera, pobrecita), un cubreinodoro (incomodísimo), varios cubresillas y hasta cubreárboles para el jacarandá y el palo borracho que crecían en el jardín de adelante.
Macedonio seguía sin parar. Cuando alguien lo visitaba en su casa y le hacía sentir que era un poco extraño eso de cubrirlo todo con fundas, Macedonio decía:
—En una de ésas las cosas son como yo, y tienen frío.
Un día Macedonio fue a la tienda de Zucotti, como siempre, a comprar lana. Empezó por pedir verdes, que eran sus favoritos —verde oliva, verdemar, verde limón y verde botella—, después pidió rosados y fucsias, amarillos y naranjas, rojo y azul, lilas y violetas, y hasta blanco y negro. Zucotti se quedó sin una sola madeja de lana, pero se ve que no fue suficiente, porque ese mismo día, Macedonio se fue al centro en el tren del mediodía y volvió a la tarde, silbando bajito. Y porque al día siguiente paró frente a la casa un camión de las Grandes Tiendas, de donde bajaron dieciocho cajas de lana bien abrigada con dibujo de gatito.
Fue entonces cuando todos se dieron cuenta de que Macedonio estaba por comenzar una gran obra, una obra de verdad importante.
Al día siguiente empezó a tejer. Tejía cuadrados, triángulos, rombos y rectángulos larguísimos, tejía a rayas, a cuadritos, tejía santaclara, punto inglés y punto arroz. Tejió cientos y cientos de pedazos, tejió toda la primavera y todo el verano, y cuando empezó el otoño, se metió en su casa y casi no volvió a salir.
—Ha de estar armando el rompecabezas —se reía Carmela, que era la más amiga.
Un día, uno de los primeros días de frío, Macedonio salió de su casa —bien abrigado y con mediarejas, por supuesto— arrastrando algo que parecía la frazada de un gigante. Los que la vieron recordaron, uno por uno, los pedazos que habían visto tejer.
Macedonio buscó la escalera y con gran esfuerzo subió al techo y fue izando poco a poco el tejido. Se apoyó en la chimenea y dejó caer la cascada de lana de colores que, tironcito a tironcito, se fue acomodando maravillosamente a la casita, a su techo a dos aguas, a cada una de sus paredes, a sus ventanas…Era un fantástico, alegre y abrigado cubrecasas.
Y aquí paro de contar esto que parece pero no es un cuento.
Cuando anden por el barrio de Florida busquen la casa con pulóver. Fíjense bien: tiene un ojal chiquito al que se ajusta el timbre. Toquen tres veces: Macedonio les va a desabotonar la entrada y los va hacer pasar a la casa más abrigada del mundo. Es muy posible, además, que les teja mediarejas amarillas con estrellas rojas.
FIN
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