jueves, 17 de diciembre de 2020

CUENTO: EL MENSAJERO de Ricardo Mariño





Era un joven mensajero del rey, llamado Teobaldo, que para hacer su trabajo cruzaba ríos y montañas y esquivaba toda clase de peligros con mucha valentía. Pero Teobaldo no era una persona de verdad, era un personaje. Más precisamente, era un personaje del primero de los cuentos de un libro que en total tenía cinco.

El libro pertenecía a un chico que todas las noches leía en voz alta el último cuento, llamado “El canto de la princesa”. Aunque tenía un final triste, ese cuento era su preferido.

Al principio a Teobaldo le dio celos que el chico prefiriera ese cuento y no el suyo, pero con el tiempo prestó atención a la princesa y terminó enamorándose de ella.

“El canto de la princesa” empezaba justo cuando la joven princesa Mirna, quien tenía una belleza deslumbrante, era raptada por un malvado hombre de palacio.

El malhechor encerraba a Mirna en la profundidad de una cueva, bajo la vigilancia de un dragón de dos cabezas. El único consuelo de la joven en aquel terrible lugar era cantar.

Cuando por fin los hombres del rey apresaron al raptor, abatieron al dragón y entraron en la cueva. No encontraron a la princesa Mirna sino a un bello pájaro blanco que echó a volar. Desde entonces el tristísimo canto de aquel pájaro se escuchó en todo el reino.

Teobaldo estaba enamorado de Mirna y enojado con el final de esa historia.

Cada nueva oportunidad en que el chico volvía a leer ese cuento, Teobaldo se enamoraba más y más de la princesa y más se entristecía al escuchar el desenlace (el final).

De modo que un día partió hacia el último cuento del libro para intervenir en él e impedir que la chica se convirtiera en pájaro.

Para llegar a “El canto de la princesa” tenía por delante setenta páginas y quién sabe cuántos peligros.

Pasó delante de la página quince y poco después entró en el segundo cuento. Allí encontró a un viejo mago, enojado porque en el circo lo habían reemplazado por un mago más joven.

—Al final de este libro hay un cuento que termina mal —le contó Teobaldo—. Voy para allí a cambiar el final.

—No estoy de acuerdo con los finales tristes —le respondió el mago—. Te acompaño.

Teobaldo y el mago llegaron al tercer cuento, que era de unos animales que se la pasaban charlando. Allí había un león que estaba aburrido de que en su cuento nunca pasara nada y, con alegría, decidió unirse a Teobaldo y al mago.

En la página cuarenta pasaron al cuarto cuento. Allí conocieron un marciano que había perdido su plato volador y no podía regresar a Marte. También el marciano se unió al grupo de Teobaldo.
Llegaron por fin a “El canto de la princesa”.

—¡Hay que encontrar la cueva antes de que la princesa se transforme en pájaro! —dijo Teobaldo.

El marciano, Belisario, que veía a través de las piedras, señaló cuál era la cueva.

En la página siguiente se encontraron con el espantoso dragón. El león saltó sobre él y le mordió una pata. Teobaldo aprovechó para meterse en la cueva.

Cuando el dragón, Rufo, iba a atacar al león con las llamaradas de fuego que salían de su boca, el mago usó su varita para hacer llover: el fuego se apagó.

Teobaldo encontró a la princesa Mirna en la cueva y la sacó de allí. Pero al salir, el dragón se lanzó furioso sobre Teobaldo.

Durante dos páginas el dragón lo persiguió y hasta llegó a chamuscarle el pelo. De repente, al joven se le ocurrió un plan. Fingió estar vencido y dejó que las dos cabezas del dragón lo rodearan dejándolo en el medio. Así, cuando las dos bocas de la bestia lo atacaron, Teobaldo saltó al costado y las dos cabezas se enredaron.

El raptor de la princesa fue apresado enseguida. Teobaldo, rojo de vergüenza, no se animó a hablar con Mirna por cuatro páginas.

Teobaldo y Mirna se casaron en la última página y comenzaron un largo viaje de bodas hacia el primer cuento, de donde el joven mensajero había salido.

Para el dueño del libro hubo cierta confusión al principio pero luego se entusiasmó más que nunca con la lectura porque cada tanto los cuentos cambiaban: el león de un cuento pasaba a otro, el mago del segundo se hacía amigo del marciano del cuarto, los que se habían casado en el quinto, aparecían en el primero.

Él, de todas formas, siguió prefiriendo “El canto de la princesa” que, encima, ahora, hasta tenía final feliz.


FIN

Del libro Perdido en la selva (Alfaguara)

 

 

miércoles, 16 de diciembre de 2020

CUENTO: MAMARRACHOS POR CARTA de Ricardo Mariño

 
 

Durante años nadie había tenido problemas con las cartas que traía el viejo cartero don Franqueo Hapagar. “¡Postal de su prima, doña Cota! ¡Carta de la señorita de París, don Julio!” gritaba don Franqueo desde la puerta, desgañitándose. Los vecinos tomaban la correspondencia, agradecían y eran felices.
Por eso resultaba tan extraño lo que estaba ocurriendo ahora. La gente enviaba cartas bien escritas pero el destinatario recibía mamarrachos. Por ejemplo, ésta que recibió doña Paloma, la gallega:


Querida Paloma:
Escribo estas líneas para hacerte saber que me siento muy pero muy bien. En sillas, sillones y hasta en el piso. La que está más rezongona que nunca es nuestra perrita Evelia: protesta cada vez que la mandamos a Júpiter a comprar las papas. En cambio estamos muy contentos con la heladera: el vestido que le mandaste le queda una pinturita. Un queso,

la prima Vera

O esta otra que recibió Erasmo Balanza, el de la despensa:

Mi estimado señor:
Ruégole tenga a bien enviarme diecisiete litros de leche fresquita y cincuenta docenas de ratones gordos. Sin más, saluda a Ud. muy atte.

la gata de don Julio

Y el colmo fue el poema que recibió doña Rosita, la soltera:

Cada tardecita
miro tan pancho
tu rostro, bella Rosita,
de chancho.


—¡Zapallos y lentejas! Esto no puede seguir así –bramaba el verdulero–.

—¡Haga algo, don Franqueo! Estas cartas son una herida absurda –se quejaba Rosita–.

Don Franqueo no sabía qué hacer. ¿Hasta cuándo sucederían estas cosas? ¿Lo expulsarían del correo por entregar a la gente cartas mamarrachos? Preocupadísimo pensó y pensó. Hasta que decidió consultar a un detective.

FRASS KITO
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Don Franqueo golpeó dos veces la puerta. Desde adentro una voz inconfundible de detective dijo "pase". Don Franqueo meditó y resolvió que en este caso lo más inteligente era pasar.

—Yo vengo... —trató de decir, nervioso.

—Usted viene por el problema de las cartas. Se llama Hapagar, Franqueo, tiene 61 años y dos meses y es el cartero del barrio. Pero usted es inocente —dijo astutamente Frass Kito.

Don Franqueo lo miró maravillado. El detective siguió hablando:

—El pillo está oculto en el lugar más insospechado —y señalando a don Franqueo con el dedo, le ordenó:— VAYA A COMPRAR CUATRO SOBRES DE CARTA Y TRES BANANAS Y ESPEREME JUNTO AL BUZON DE LA ESQUINA...

—Sí, sí.

—No atienda el teléfono, no hable con desconocidos, no levante caramelos de la vereda. Ahora, vaya.

El plan del detective no estaba lo que se dice muy claro pero igual don Franqueo obedeció. A los diez minutos estaba junto al buzón sospechoso con las tres bananas y los cuatro sobres.

Al ratito llegó Frass Kito. Tenía las manos en los bolsillos de su impermeable blanco, las llaves maestras colgando del cinturón, la pipa humeante. En fin, todo lo que mandan por correo en el curso de detective.

—¿Trajo lo que le pedí, no? —preguntó—. Ahora, con cuidado, introduzca en el buzón una carta y una banana...

—¡Vamos hombre! No sea miedoso.

Don Franqueo obedeció, temblando. Tiró suavemente la carta y a continuación, la banana. El barrio, de todas maneras, mantenía su aspecto habitual: doña Paloma barría y el verdulero acomodaba las manzanas feas debajo de las lindas.

A los cinco minutos Frass le dijo a don Franqueo que metiera en el buzón la segunda carta y la segunda banana.
Todo seguía normal.

—Ahora la tercera banana y el tercer sobre. Cinco minutos más tarde Frass Kito dijo:

—Y ahora viene lo difícil. Introduzca el último sobre —lo miró a los ojos y agregó:— Sin banana.

Transcurrieron unos segundos. Después hubo un ruido en el buzón y se escuchó una voz gangosa:

"¿Y la banana? Falta la banana".

Con presteza Frass Kitoabrió las puertas del buzón con sus llaves maestras, al tiempo que repetía:

—¡Ya te tengo, ya te tengo!

Rato después, con todo el barrio alrededor del buzón sospechoso (ese nombre le iba a quedar para siempre), el detective aclaró todo, como en las películas.

—Se trata de Kiko, el mono que escribe. Hace un año se escapó del Circo Fantástico de Minessota. Desde entonces se lo anda buscando.
Después agarró al mono de la mano y le dijo:

—Vamos Kiko, la función debe continuar.



FIN


En El sapo más lindo.
Texto: Ricardo Mariño
Ilustraciones: Alicia Charré
Editorial Alfaguara


 

CUENTO: PERDIDO EN LA SELVA de Ricardo Mariño





Antes de dar a conocer su libro Supervivencia en la selva, el profesor Winston Trabagliati quiso comprobar que los consejos incluidos en ese volumen realmente fueran útiles para personas en peligro. "Alguien debería internarse en el Amazonas sin otro recurso que mi libro", le había dicho a su editor.

En la editorial decidieron que la persona indicada para esa prueba era el joven cadete Catalino Esmit.

Así, una tarde Catalino fue invitado a dar una vuelta en avioneta. Piloteaba el avión el tesorero de la editorial y atrás iban Winston Trabagliati, Catalino y el editor.

Antes de que el avión tomara altura los dos hombres le dijeron a Catalino que por ser tan joven correspondía que él se pusiera el único paracaídas que había en el avión. Catalino les agradeció.

Pasadas unas horas, al sobrevolar el mismísimo corazón del Amazonas, el editor abrió la puerta de la avioneta y le dijo a Catalino que no se perdiera la incomparable vista que se apreciaba desde allí.

Cuando el joven se asomó, Winston Trabagliati le pegó en el pecho con su libro y le dijo:

—¡Te regalo mi último trabajo, Catalino! ¡No dejes de leerlo!

Al tratar de agarrar el libro, el muchacho soltó el caño al que estaba aferrado. Por un segundo hizo equilibrio sobre la base de la puerta, pero Trabagliati le dio unas cariñosas palmadas en la espalda:

—Estoy seguro de que te gustará, hijo. Y te será de gran utilidad—. Catalino salió al vacío dando inútiles manotazos y patadas.

Segundos después el joven cadete miró hacia abajo y recordó que tenía puesto un paracaídas.

—Dentro de todo es una desgracia con suerte —se dijo—. Justo vengo a caer yo, el único que llevaba paracaídas gracias a la generosidad del señor editor y de Winston Trabagliati, el genial escritor, que casi me obligaron a que me pusiera el único que había. Ni quiero pensar qué hubiera ocurrido si caía uno de ellos...

De pronto Catalino sintió que algo tiraba de él hacia arriba: era el paracaídas que se había abierto. Segundos después volvió a tener la misma sensación: era que el paracaídas se había enganchado en las ramas más altas de un árbol increíblemente alto.

Para sacarse el paracaídas Catalino debió esforzarse porque estaba sobre una rama muy delgada. Luego, resbaló tomado de las manos, desplazándose hacia el tronco del árbol.

Allí descansó unos diez minutos porque se había quedado sin fuerzas.

—Yo acá descansando y ellos, allá en el avión. Pobres, seguro que están preocupadísimos... —pensó en voz alta—. Pero... ¡qué afortunado —exclamó al reconocer el libro de Trabagliati enganchado en una rama apenas a unos metros de él—, justo vengo a caer en la selva con un libro que trata sobre cómo sobrevivir en la selva! Y hasta debe de tener un capítulo dedicado a cómo descender de un árbol.

Justamente, en el índice estaba señalada la parte del libro dedicada a ese problema. Catalino buscó presurosamente esa página, pero antes de llegar a leerla apareció un gorila.

Era un gorila negro y peludo con dientes blancos y enormes como fichas de dominó. La bestia se descolgó hábilmente de una rama, caminó por otra y en un instante estuvo al lado de Catalino. El joven abrió grandes los ojos pero enseguida los desvió hacia el índice del libro, esta vez en "Simios del Amazonas, especies, características, alimentación y trato con el hombre".

Desgraciadamente Catalino no llegó a completar el título de ese apartado. El animal le arrebató el libro de un manotazo y luego, al morderlo, perdió un diente. Furioso, agarró a Catalino, le metió el libro en la boca y como si fuera una pelota lo arrojó al vacío.

El joven cayó a un río infestado de cocodrilos. Mientras flotaba, buscó en el índice "Técnicas de defensa ante cocodrilos". Pero en la página indicada figuraba "Gorgojos amazónicos comestibles". Un error de edición. El señor editor siempre se quejaba de ese tipo de errores diciendo: "Les pago a estos imbéciles para que detecten estas cosas y sin embargo...".

—Qué lástima —pensó Catalino—. Una edición tan cuidada, con dibujos tan bonitos, tiene este error en el índice.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por tres enormes cocodrilos que lo rodearon con sus descomunales bocas abiertas. Catalino debió abrirse paso dándoles librazos en las trompas.

Llegó extenuado a la orilla, pero allí fue atrapado por un grupo de indígenas salvajes. Los salvajes estaban por cocinarlo, cuando el brujo hojeó el libro y se le ocurrió que Catalino podría leerles un fragmento a él y a sus compañeros antes de ser cocinado. El joven aceptó gustoso.

"Si Winston Trabagliati viera esto, no podría creerlo", pensó, mientras abría el libro en "El problema del agua potable. Métodos sencillos para sanear aguas contaminadas".

Los indios escucharon atentos. ¡El agua potable era la que se podía tomar! ¡La otra, la que no es potable, podía hacer que murieran todos entre horribles retorcijones de barriga!

Encabezados por el brujo y el cacique, trataron de seguir las instrucciones para obtener agua potable, pero ninguno logró extraer ni una gota machacando hierbas como indicaba el libro de Winston Trabagliati.

Pasada una hora, los indios se miraban entre sí preocupados.

—Moriremos de sed —fue el cruel anuncio del brujo. Todos lo miraron alarmados—. No hay esperanzas para nosotros. Somos inútiles para obtener agua potable.

—¿Y si beben agua del río? —se le ocurrió preguntar a Catalino.

Los indios se acercaron al río con gran reserva. Uno de ellos mojó sus dedos en el agua y la probó, atemorizado.

—Parece buena —dijo al fin. Otros indios también bebieron un poco y confirmaron lo dicho.

—¡Es agua potable! —anunció a gritos el brujo.

Catalino fue felicitado y levantado en andas. Hasta que uno de los indios recordó que desde hacía quinientos años, quizá más, la tribu tomaba agua de ese río. El joven fue perseguido por los indios hasta la noche.

Al fin se ocultó sobre una palmera, comió un coco y se mantuvo despierto para espantar con el libro a las alimañas e insectos llenos de aguijones, pinzas y bolsitas de venenos, que desde todos los ángulos trataban de perforarlo.

A la mañana siguiente saltó sobre un tronco y se dejó llevar río abajo. Favorecido por la incontenible corriente y las increíbles cascadas que por momentos lo hacían volar sobre las aguas, llegó un día después a un puerto.

Pero al parecer alguien había avisado que un joven se había perdido en la selva y luego un helicóptero lo había avistado cuando lo arrastraba el agua, así que mucha gente lo esperaba en el puerto. Entre la muchedumbre se distinguían el mismísimo Winston Trabagliati y el editor, además de varias cámaras de televisión.

La imagen del joven emergiendo de las aguas con el libro Supervivencia en la selva bajo el brazo fue vista en todo el mundo. El lanzamiento del libro fue un gran éxito y ahora nadie se atreve a viajar a zonas selváticas sin llevar un ejemplar. Y Winston Trabagliati, el genial escritor, ya está trabajando en un volumen que se titulará Guía para sobrevivir en el Polo Sur.



FIN

 

martes, 15 de diciembre de 2020

CUENTO: PATA DE DINOSAURIO de Liliana Cinetto Ilustrado por Poly Bernatene


Para trabajar a través de la lectura: Amistad. Responsabilidad. Solidaridad. Diversidad. Generosidad. Justicia. Creatividad. Tolerancia. Compromiso. Confianza...
 
    


Cuento:  Pata de dinosaurio,   de Liliana Cinetto. Ilustrado por Poly Bernatene


EN EL NIDO DE MAMÁ PATA APARECIÓ UN HUEVO GRANDOTE, RARO, DE COLOR GRIS…

—SEGURO ES UN HUEVO DE CISNE —DIJO MAMÁ PATA, QUE CONOCÍA DE MEMORIA LA HISTORIA DEL PATITO FEO. PERO CUANDO SE ROMPIÓ EL CASCARÓN NO APARECIÓ NI UN CISNE, NI UN PATITO FEO, NI UN PATITO LINDO IGUAL A SUS DIEZ HIJITOS RECIÉN NACIDOS, SINO…




…UN DINOSAURIO.

MAMÁ PATA CASI SE DESMAYA AL VERLO. PORQUE ERA VERDE, TENÍA ESCAMAS ÁSPERAS Y DIENTES ENORMES Y PUNTIAGUDOS.

SE QUEDÓ CON EL PICO ABIERTO POR LA SORPRESA.

ES QUE NO TENÍA IDEA DE QUÉ CLASE DE BICHO ERA ESE PORQUE NO SE MENCIONABA NADA PARECIDO EN LA HISTORIA DEL PATITO FEO.




—MIRE, NO LO TOME A MAL, PERO YO CREO QUE ACÁ HAY UN ERROR —LE EXPLICÓ MAMÁ PATA, QUE ERA REALMENTE MUY AMABLE.

EL DINOSAURIO EMPEZÓ A LLORAR. ENORMES ERAN SUS LÁGRIMAS (PORQUE ERAN, CLARO, LÁGRIMAS DE DINOSAURIO).

LLORABA TANTO QUE SE FORMÓ UN CHARQUITO A SUS PIES Y LOS DIEZ PATITOS APROVECHARON PARA NADAR AHÍ.

A MAMÁ PATA LE DIO NO SÉ QUÉ VERLO LLORAR. ES QUE ELLA TENÍA BUEN CORAZÓN (NO COMO LA DEL CUENTO DEL PATITO FEO).

Y AUNQUE EL DINOSAURIO FUERA UN DINOSAURIO, TAMBIÉN ERA UN BEBÉ Y ESTABA PERDIDO. Y SOLITO.

Y ELLA ERA UNA MAMÁ, AUNQUE FUERA UNA MAMÁ PATA.




—BUEH… BUEH… NO SE PONGA ASÍ —LO CONSOLÓ MIENTRAS LE DABA UNA PALMADITA EN EL LOMO CON EL ALA DERECHA— QUÉDESE NOMÁS.

Y SE LLEVÓ A LOS DIEZ PATITOS Y AL DINOSAURIO AL LAGO, PARA LA PRIMERA CLASE DE NATACIÓN. (EN REALIDAD, SOLO TUVO QUE ENSEÑARLE A NADAR AL DINOSAURIO, PORQUE LOS OTROS YA HABÍAN APRENDIDO EN EL CHARQUITO DE LAS LÁGRIMAS).




—NADA DE BURLARSE DE ÉL —LES ADVIRTIÓ MAMÁ PATA A SUS HIJOS EN CUANTO SE METIERON AL AGUA, Y ES QUE ELLA RECORDABA PERFECTAMENTE LO QUE PASABA EN LA HISTORIA DEL PATITO FEO.

Y LOS PATITOS NO SE BURLARON, AL CONTRARIO, AYUDARON AL DINOSAURIO QUE, POR MÁS QUE PATALEABA, NO LOGRABA MANTENERSE A FLOTE Y SE HUNDÍA A CADA RATO.

—ASÍ, ASÍ… MUY BIEN —LO ALENTABA MAMÁ PATA—. AHORA UNA BRAZADITA PARA ACÁ Y OTRA PARA ALLÁ… PRONTO LE VA A SALIR PERFECTO. ES CUESTIÓN DE PRÁCTICA.




TAMPOCO SE BURLARON LOS OTROS ANIMALES DE LA GRANJA. MAMÁ PATA NO SE LOS PERMITIÓ.

—CADA UNO ES COMO ES —LO DEFENDIÓ AL DINOSAURIO, CUANDO ALGUNOS LO MIRARON TORCIDO.

NADIE DISCUTIÓ, PORQUE NADIE QUERÍA SENTIR SUS PICOTAZOS. MAMÁ PATA ERA BRAVÍSIMA CUANDO SE ENOJABA.




MUY PRONTO EN LA GRANJA SE ACOSTUMBRARON A VER PASAR A MAMÁ PATA CON SU FAMILIA.




Y A VERLOS ACURRUCADOS BAJO SUS ALAS, CUANDO LLOVÍA, CUANDO HACÍA FRÍO, CUANDO TENÍAN SUEÑO O CUANDO ELLA LES CONTABA HISTORIAS COMO LA DEL PATITO FEO, BAJO LA LUZ DE LA LUNA.




A VECES EL DINOSAURIO SE PONÍA TRISTE AL VERSE REFLEJADO EN LAS AGUAS DEL RÍO, PORQUE SE COMPARABA CON LOS PATITOS, ENTONCES MAMÁ PATA LE DECÍA:

—NO, USTED NO SE PARECE A ELLOS, PERO TAMBIÉN ES PRECIOSO.




ES CIERTO QUE A MAMÁ LE COSTÓ CRIAR AL DINOSAURIO.

TUVO QUE ENSEÑARLE BUENOS MODALES.

Y ENSEÑARLE A COMER

Y A NO JUGAR BRUTO…

Y NO SIEMPRE LE ENTENDÍA PORQUE AL DINOSAURIO LE COSTABA HABLAR O PRONUNCIAR CUAC.




PERO CRIAR A LOS DIEZ PATITOS TAMBIÉN LE DIO TRABAJO.

UNOS HACÍAN CAPRICHO, VARIOS PELEABAN, MUCHOS ERAN DORMILONES, OTROS NO QUERÍAN PEINARSE LAS PLUMAS.

Y ADEMÁS EL DINOSAURIO APRENDIÓ TODO ¡O CASI TODO, PORQUE NUNCA LLEGÓ A SER UN GRAN NADADOR! Y ERA BUENAZO Y TAN CARIÑOSO.

Y SI SE EQUIVOCABA O HACÍA LÍO, SABÍA PEDIR DISCULPAS.

MAMÁ PATA ESTABA ORGULLOSA DE ÉL.

POR ESO EL DINOSAURIO NUNCA TUVO QUE IRSE A VIVIR LEJOS COMO LE PASÓ AL PATITO FEO. PORQUE SI VENÍA ALGUIEN QUE NO ERA DE LA GRANJA Y PREGUNTABA QUIÉN ERA ESE FORTACHÓN…

MAMÁ PATA RESPONDÍA:

—ESTE… ES MI HIJO.




FIN



PATA DE DINOSAURIO - COL. BUENAS NOCHES
Autor: Liliana Cinetto.

Letra mayúscula

Editorial: Kapelusz Norma



Sinopsis: Las aventuras de una pata que tiene muchos hijitos para cuidar. En el nido de mamá pata aparece un huevo. No es como los otros... ¡es enorme! Aunque sabe que de allí no saldrán ni un pato ni un cisne, la mamá de esta historia decide criar a este nuevo bebé. ¡Está convencida de que siempre hay lugar para un hijo más! Un relato que nos enseña que las apariencias a veces son engañosas y que no todas las familias son iguales.

 

lunes, 14 de diciembre de 2020

Ver "ECLIPSE TOTAL DE SOL | IAFE en VIVO" en YouTube Eclipse solar del 14 de diciembre de 2020.

Preguntas relacionadas

 

 
 
Un eclipse solar,total ocurre cuando la Luna cubre completamente el disco solar. Las protuberancias solares pueden verse a lo largo del limbo, así como los filamentos de la corona.
 
 
 
Un eclipse total de Sol ocurre cuando la Luna pasa entre el Sol y la Tierra, y bloquea totalmente al Sol desde nuestro punto de vista. Esto sólo puede ocurrir en Luna Nueva y si el Sol y la Luna están perfectamente alineados, visto desde la Tierra.
 
 
 
 Eclipse solar del 14 de diciembre de 2020.


 
¿Qué se produce cuando la Luna se interpone entre la Tierra y el Sol?
 


A veces, cuando la Luna orbita la Tierra, se interpone entre el Sol y nuestro planeta, bloqueando la luz del astro y provocando un eclipse solar.
 
 
 
 
 
 
 
 

 

CUENTO: EL PARAGUAS DEL MAGO de Graciela Montes/Ana Sanfelippo




HABÍA UNA VEZ UN MAGO QUE, EN LUGAR DE VARITA MÁGICA, TENÍA UN PARAGUAS.

ERA UN PARAGUAS ROJO Y VERDE, MUY GRANDE Y MUY HERMOSO.




—QUEREMOS CARAMELOS —DECÍAN LOS CHICOS.

—¡ABRAPARAGUAS! —DECÍA EL MAGO.

Y DEL PARAGUAS CAÍAN LOS CARAMELOS MÁS RICOS DEL MUNDO.




—ME GUSTARÍA PODER COMPRARLE UNAS FLORES A MI NOVIA —DECÍA UN MUCHACHO.

—¡ABRAPARAGUAS! —DECÍA EL MAGO.

Y DEL PARAGUAS CAÍAN FLORES DE TODOS COLORES.




—¡CÓMO ME GUSTARÍA TENER UN CACHORRITO! —DECÍA UNA NENA

—¡ABRAPARAGUAS! —DECÍA EL MAGO.

Y DEL PARAGUAS CAÍAN CACHORRITOS QUE ENSEGUIDA EMPEZABAN A MOVER LA COLA.




—¡QUÉ GANAS DE COMER SANDÍA! —DECÍA UNA FAMILIA.

—¡ABRAPARAGUAS! —DECÍA EL MAGO.

Y DEL PARAGUAS ABIERTO CAÍAN SANDÍAS ENORMES Y DULCES.





UN DÍA EL PAÍS DEL MAGO SE SECÓ.

HACÍA MUCHÍSIMO CALOR, TANTO QUE LAS FLORES SE MARCHITARON...

...Y SE ACHICHARRARON LAS SANDÍAS...

...Y LOS CACHORRITOS SE MORÍAN DE SED.

—¡QUE LLUEVA! ¡QUE LLUEVA! —PEDÍAN TODOS.

—ABRAPARAGUAS! —DIJO ENTONCES EL MAGO.

Y EMPEZÓ A LLOVER Y A LLOVER PERO... ¡DEBAJO DEL PARAGUAS!




Y EL MAGO FUE POR ACÁ Y POR ALLÁ, LLOVIENDO CON SU PARAGUAS.

Y, POR DONDE ÉL PASABA, CRECÍAN LAS FLORES.

Y LAS SANDÍAS SE PONÍAN GORDAS.




Y LOS CHICOS DECÍAN:

—¡OIA! ¡UN PARAGUAS QUE LLUEVE!



FIN

 

CUENTO: UN GATO COMO CUALQUIRA de Graciena Cabal




Había una vez un gato de ojos verdes, pelo gris y cola larga. De modo que era un gato parecido a muchos otros gatos. Pero, eso sí, era un gato de bolsillo. Del bolsillo de Aníbal Gobi, guarda de tren del ferrocarril Mitre.

Mientras Aníbal Gobi picaba los boletos con su máquina picadora el gato apenas espiaba desde el borde del bolsillo de su chaqueta marrón.

El Gato de Bolsillo no se acordaba de nada que no fuese el bolsillo de Aníbal Gobi. Tal vez había nacido en el Galpón de la Esquina, o en la Casa de al Lado, o en el Jardín de Atrás. Pero lo cierto es que hacía mucho, muchísimo tiempo que vivía en el bolsillo.

Al Gato de Bolsillo el bolsillo le parecía mucho más lindo que el resto de los lugares del Mundo Grande. El bolsillo era tibio, blando, suave, oscuro, tenía pelusas que hacía cosquillas y era muy fácil acurrucarse en el fondo. El Mundo Grande, en cambio, era frío y caliente, duro y líquido, áspero y liso, negro y brillante; tenía zapatos, ramas, relojes, caras, ruedas y Gatos Peligrosos. Era muy difícil acurrucarse en el Mundo Grande.

Eso, al menos, era lo que pensaba el Gato de Bolsillo hasta las cuatro y cinco de la tarde del segundo jueves del mes de octubre, porque a las cuatro y diez de la tarde del segundo jueves del mes de octubre, mientras estaba asomado al borde del bolsillo, observando tranquilamente cómo Aníbal Gobi le picaba el boleto a una señora colorada, el gato vio algo nuevo, algo nunca visto en el Mundo Grande: un ratón de cola de piolín y ojos brillantes, un Ratón Cualquiera, que miraba pasar el tren desde atrás de un poste de la estación Belgrano R.

El Gato de Bolsillo vio al Ratón Cualquiera y enseguida notó que ya era hora de salir del bolsillo de Aníbal Gobi. En el bolsillo de Aníbal Gobi jamás había habido ratones de ojos brillantes y cola de piolín.

El Gato de Bolsillo saltó y apoyó sus patas acolchadas en el piso del tren. Volvió a saltar y cayó en el piso de la estación. El Ratón Cualquiera lo vio, dio media vuelta y empezó a correr por la calle Zapiola, con el Gato de Bolsillo atrás, corriendo y corriendo, corriendo como no había corrido nunca.

Como el Ratón Cualquiera estaba mucho más acostumbrado al Mundo Grande que el Gato de Bolsillo, ganó la carrera y encontró un agujerito donde meterse antes de que el Gato de Bolsillo pudiese sujetarle la cola con la pata.

Entonces el Gato de Bolsillo supo que estaba solo en el Mundo Grande, sin pelusas y lleno de Gatos Peligrosos.

El Gato de Bolsillo les tenía muchísimo miedo a los Gatos Peligrosos. Aníbal Gobi siempre le hablaba de ellos mientras le rascaba las orejas; le había contado que tenían garras afiladas, maullidos malévolos y el cuerpo lleno de horribles cicatrices. El Gato de Bolsillo, en cambio, tenía las uñas cortas porque Aníbal Gobi se las cortaba puntualmente todos los lunes a la noche; maullaba bajito y sólo cuando tenía hambre, y tenía un pelaje liso, entero y sin marcas.

Pensando en los gatos Peligrosos el Gato de Bolsillo se acurrucó detrás de una bolsa de basura. Mientras oía el ruido de los autos y seguía con los ojos los zapatos que iban y venían por la calle, gemía en voz baja: extrañaba muchísimo el bolsillo.

Los zapatos se fueron yendo poco a poco y, poco a poco también, se vino la Verdadera Noche. Y fue entonces que aparecieron uno a uno, uno tras otro, los Gatos Peligrosos.

Los Gatos Peligrosos eran silenciosos como todos los gatos. A veces eran rapidísimos y otras veces muy lentos, como todos los gatos. Y, como todos los gatos, tenían bigotes largos, ojos verdes y amarillos y cola larga.

Pero eran peligrosos. El Gato de Bolsillo enseguida notó que eran peligrosos.
Porque arqueaban el lomo.

Porque maullaban hacia el cielo mostrando las gargantas.

Porque abrían la pata y mostraban las uñas, larguísimas y afiladas.

Cinco Gatos Peligrosos se acercaron al Gato de Bolsillo y los cinco arquearon el lomo, maullaron hacia el cielo y mostraron las uñas. El Gato de Bolsillo los miró con sus ojos verdes y vio que también ellos tenían verdes los ojos.

Entonces pasaron cosas importantes: el gato de Bolsillo arqueó el lomo; después maulló hacia el cielo y los Gatos Peligrosos le vieron la garganta; después abrió la pata y mostró las uñas, que no eran tan largas ni tan afiladas, pero ya le estaban creciendo.

Entonces pasó otra cosa importante: un Ratón Cualquiera. Y los seis gatos- un Gato de Bolsillo y cinco Gatos Peligrosos- echaron a correr. Todos persiguieron, todos saltaron tapias, todos esquivaron árboles y se escabulleron debajo de los autos estacionados.

Y pasaron más cosas esa noche. El Gato de Bolsillo se peleó con un Gato Peligroso, pegó un salto muy alto, corrió una carrera, escarbó la tierra, encontró un poco de leche en el fondo de una bolsa de basura y se afiló las uñas en al pared de piedra.

Y cuando ya empezaba a clarear los seis gatos- un Gato de Bolsillo y cinco Gatos Peligrosos- se fueron al Baldío de Enfrente y encontraron un rincón oscuro, tibio y suave arriba de un montón de trapos viejos. Y se enroscaron a dormir todos juntos.

Entonces el gato de Bolsillo supo que en el Mundo Grande no sólo había ratones de ojos brillantes y cola de piolín; también había bolsillos llenos de pelusa.


FIN

 

viernes, 11 de diciembre de 2020

CUENTO: EL ÁNGEL de GRACIELA BEATRIZ CABAL Ilustración de Pez




Cuando llegó el ángel, las brujas de la casa se escondieron en los agujeros del colador de fideos, que desde ese momento pasó a usarse como maceta.

Cuando llegó el ángel, el televisor se descompuso todos los días, justo a la hora de comer, y se arregló todos los días, justo a la hora de la novela y de los dibujitos.

Cuando llegó el ángel, los cuadros se enderezaron solos, las lámparas iluminaron el doble, y las ollas y sartenes quisieron brillar igual que la plata.

Cuando llegó el ángel, a los chicos se les fueron los piojos, a los rosales se les fueron los pulgones y a los perros no se les fueron las pulgas (los perros están muy encariñados con sus pulgas).

Cuando llegó el ángel, desapareció el olor a humedad y a remedio. (El olor a guiso y a pis de gato no desapareció, porque a los ángeles les encanta el olor a guiso y a pis de gato).

Cuando llegó el ángel, las canillas se negaron a seguir goteando. Y el teléfono se puso a sonar. Y el calefón calentó el agua sin meter tanto batifondo. Y, por primera vez en la vida, el reloj acertó a dar la hora.

Cuando llegó el ángel, se recibieron cartas y se mandaron cartas. Y se volvieron a festejar los aniversarios de casamientos y los cumpleaños (hasta los no-aniversarios de casamiento y los no-cumpleaños se festejaron).

Cuando llegó el ángel, florecieron los malvones, los alelíes y el gomero de la terraza (cosa de no creer). Y se escaparon las cotorras, la reina mora y el brasita de fuego. (La tortuga prefirió no escaparse, porque, pensó, adónde iba a ir).

Cuando llegó el ángel, nadie se olvidó de cerrar bien los cajones y las puertas de los muebles. Ni de tapar la azucarera. Ni de regar el árbol de la calle. Ni de lavarse las propias medias. (De lo que todos pero todos se olvidaron por completo fue de lavar las medias ajenas).

Cuando llegó el ángel, los chicos y los grandes se dijeron "permiso" y "gracias, corazón de mi vida" y "que tengas suerte", como si no fueran de la misma familia.

Muchas cosas maravillosas pasan en la casa de uno cuando llega el ángel.

Por eso siempre conviene dejar la ventana abierta.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

FIN

 

CUENTO: LOS REYES NO SE EQUIVOCAN de Graciela Cabal




Julieta terminó de lustrar los zapatos de ir a la escuela. Cierto que ella hubiera preferido poner las zapatillas rosas con estrellitas, las que le había regalado su madrina para el cumpleaños número seis. Pero la mamá dijo que esas zapatillas eran una pura hilacha y que qué iban a pensar los Reyes Magos.

–Ya que estamos, Julieta –aprovechó la mamá–, dámelas que te las tiro de una vez por todas a la basura.

Porque a la mamá de Julieta no le gustaban las cosas gastadas o con agujeros. Tampoco le gustaban las cosas sucias o desprolijas. Y siempre tenía la casa limpia, reluciente y olorosa a pino. Debía de ser por eso que la mamá de Julieta no podía ni oír hablar de perros.

–Perros en esta casa, jamás –decía–. Los perros ensucian, rompen todo y traen pestes. Así que en la casa de Julieta no había perros, había tortuga. Y no es que Julieta no le tuviera cariño a la Pancha. Pero la Pancha era medio aburrida, y se la pasaba durmiendo en su caja. Lo que Julieta quería –y lo quería con toda el alma– era un perro. Un perro que le lamiera la mano y la esperara cuando ella volvía de la escuela. Un perro que le saltara encima para robarle las galletitas. Por eso Julieta le había pedido un perro a los Reyes. Y los Reyes se lo iban a traer, porque siempre le habían traído lo que ella les pedía.

¿Y su mamá? ¿Qué diría su mamá del perro?, se preguntó Julieta y el corazón le hizo tiquitiqui toc toc.

Pero enseguida pensó que su mamá no iba a tener más remedio que aguantarse, porque uno no puede andar despreciando los regalos de los Reyes.

–¡Julieta! –dijo la mamá– Sacá la basura a la calle y vení a comer...

A Julieta no le gustaba nada sacar la basura, pero hoy tenía que portarse muy bien porque era un día especial. Así que agarró la bolsa de la basura –con sus zapatillas adentro, claro– y, sin protestar, atravesó el pasillo y la dejó en la vereda, al lado del arbolito.

Mientras hacía esfuerzos por dormirse, Julieta pensó que ella, a veces, no la entendía a su mamá. ¿No era, acaso, que los Reyes Magos, tan poderosos y tan ricos, se habían atravesado el mundo entero para ir a llevarle regalos a un pobrecito bebé que ni cuna tenía? ¿Y esos Reyes se iban a asustar de sus zapatillas gastadas? Pero bueno, mejor pensar en el perro, que a ella le encantaría blanco y medio petiso. Y Julieta se quedó dormida.

A la mañana siguiente, Julieta se despertó tempranísimo. Allí, junto a sus zapatos brillantes, estaba el perro.

–¿Viste, nena? –dijo la mamá–. ¡Un perro, como vos querías! Mirá: si le tirás de acá, mueve la cola y las orejas...¿Estás contenta?

No. Julieta no estaba contenta. El perrito que le habían traído los Reyes era más aburrido que la Pancha. Porque la Pancha, por lo menos, estaba viva, aunque a veces mucho no se le notara. Este perrito no le lamería la mano a Julieta, ni le robaría las galletitas, ni nada de nada.... ¿Es que los Reyes se habían equivocado?

Pero cuando, al rato nomás, Julieta salió a comprar la leche, pensó que no, que los Reyes Magos nunca se equivocan: al lado del árbol, con una de sus zapatillas entre los dientes y la otra entre las patas, había un perrito blanco y medio petiso. El perrito la miró a Julieta y, sin soltar las zapatillas, le movió la cola. Entonces Julieta lo agarró en brazos y corrió a su casa gritando:

–¡¡Mamaaaá!! ¡¡Mamaaaá!! ¡¡Los reyes me pusieron uno de verdad en las zapa!!

La mamá salió al pasillo y lo único que dijo fue: –¡Ay, mi Dios querido!

Pero se ve que no se animó a despreciar un regalo hecho por los mismísimos Reyes, porque después de un rato de mirarla a la hija y al perrito, agregó por lo bajo: –Entren nomás, que este perrito necesita un baño de padre y señor mío...




FIN

 

jueves, 10 de diciembre de 2020

CUENTO: SAPO VERDE de Graciela Montes/Helena Homs





Humberto estaba muy triste entre los yuyos del charco.
Ni ganas de saltar tenía. Y es que le habían contado que las mariposas del Jazmín de Enfrente andaban diciendo que él era sapo feúcho, feísimo y refeo.

—Feúcho puede ser —dijo, mirándose en el agua oscura—, pero tanto como refeo... Para mí que exageran... Los ojos un poquitito saltones, eso sí. La piel un poco gruesa, eso también.

Pero ¡qué sonrisa!

Y después de mirarse un rato le comentó a una mosca curiosa pero prudente que andaba dándole vueltas sin acercarse demasiado:

—Lo que a mí me faltan son colores. ¿No te parece? Verde, verde, todo verde. Porque pensándolo bien, si tuviese colores sería igualito, igualito a las mariposas.

La mosca, por las dudas, no hizo ningún comentario.
Y Humberto se puso la boina y salió corriendo a buscar colores al Almacén de los Bichos.

Timoteo, uno de los ratones más atentos que se vieron nunca, lo recibió, como siempre, con muchas palabras:

—¿Qué lo trae por aquí, Humberto? ¿Anda buscando fosforitos para cantar de noche? A propósito, tengo una boina a cuadros que le va a venir de perlas.

—Nada de eso, Timoteo. Ando necesitando colores.

—¿Piensa pintar la casa?

—Usted ni se imagina, Timoteo, ni se imagina.

Y Humberto se llevó el azul, el amarillo, el colorado, el fucsia y el anaranjado. El verde no, porque ¿para qué puede querer más verde un sapo verde?

En cuanto llegó al charco se sacó la boina, se preparó un pincel con pastos secos y empezó: una pata azul, la otra anaranjada, una mancha amarilla en la cabeza, una estrellita colorada en el lomo, el buche fucsia. Cada tanto se echaba una ojeadita en el espejo del charco.

Cuando terminó tenía más colorinches que la más pintona de las mariposas. Y entonces sí que se puso contento el sapo Humberto: no le quedaba ni un cachito de verde. ¡Igualito a las mariposas!

Tan alegre estaba y tanto saltó que las mariposas del Jazmín lo vieron y se vinieron en bandada para el charco.

—Más que refeo. ¡Refeísimo! —dijo una de pintitas azules, tapándose los ojos con las patas.

—¡Feón! ¡Contrafeo al resto! —terminó otra, sacudiendo las antenas con las carcajadas.

—Además de sapo, y feo, mal vestido —dijo una de negro, muy elegante.

—Lo único que falta es que quiera volar —se burló otra desde el aire.

¡Pobre Humberto! Y él que estaba tan contento con su corbatita fucsia.

Tanta vergüenza sintió que se tiró al charco para esconderse, y se quedó un rato largo en el fondo, mirando cómo el agua le borraba los colores.

Cuando salió todo verde, como siempre, todavía estaban las mariposas riéndose como locas.

—¡Sa-po verde! ¡Sa-po verde!

La que no se le paraba en la cabeza le hacía cosquillas en las patas.

Pero en eso pasó una calandria, una calandria lindísima, linda con ganas, tan requetelinda, que las mariposas se callaron para mirarla revolotear entre los yuyos.

Al ver el charco bajó para tomar un poco de agua y peinarse las plumas con el pico, y lo vio a Humberto en la orilla, verde, tristón y solo. Entonces dijo en voz bien alta:

—¡Qué sapo tan buen mozo! ¡Y qué bien le sienta el verde!

Humberto le dio las gracias con su sonrisa gigante de sapo y las mariposas del Jazmín perdieron los colores de pura vergüenza, y así anduvieron, caiduchas y transparentes, todo el verano.



FIN


 

 

CUENTO: BICHO RARO de Graciela Montes




El Bicho Raro apareció un día como otros días en la Plaza de la Vuelta de la Ciudad Importante, justo a la hora en que Anastasio, como siempre, rastrillaba el arenero.

El Bicho Raro miraba con sus ojos rosados desde abajo de una hamaca.

Era verdaderamente raro, raro sin chiste. Tenía una gran cabezota llena de rulos y bigotes muy lacios. Tenía un cuerpo gordo de vaca y cuatro pies diminutos, cada uno con sus cinco dedos. Tenía ojos rosados. Tenía orejas imposibles. Tenía cola ridícula, dientes absurdos, hocico inverosímil.

El Bicho Raro era de esos que no pueden ser pero que son, nomás, porque están ahí parados.

Anastasio se lo quedó mirando con el rastrillo en la mano. Y el Bicho Raro también lo miró a Anastasio con ojos muy sonrosados.

Al poco rato empezó a correrse la noticia, por supuesto. Un Bicho Raro no puede pasar desapercibido en una Ciudad Importante.


A la Plaza de la Vuelta llegaron los biólogos y los vigilantes, los locutores de televisión y los veterinarios, los curanderos y los astrólogos, los estudiantes de Bellas Artes y el presidente de la Sociedad Rural. Pero llegó, más que nadie, el Intendente, el Único Intendente de la Ciudad Importante, que de inmediato mandó desalojar la plaza.

Y mandó muchísimo más, no por nada era Intendente.

Mandó, por ejemplo, que trajesen una jaula. Y antes del mediodía trajeron una gran jaula de aluminio, que brillaba como una estrella. Tanto brillaba que nadie se explicaba cómo podía ser que el Bicho Raro no quisiese entrar en ella. Enroscado debajo del tobogán espiaba con sus ojos rosados y miraba cómo Anastasio volvía a rastrillar la arena, para quitarle los papeles, las cajitas y las latas de todos los visitantes.

También Anastasio lo miraba de vez en cuando y decía por lo bajo:

—Bicho Raro, Bicho Feo, pobre bicho.

Lo cierto es que para meter al Bicho Raro en la jaula hubo que usar correas rojas y cadenas redondas con los eslabones de bronce.

Después subieron la jaula a una camioneta y la pasearon en triunfo por la ciudad, ida y vuelta por la Gran Avenida, por la Calle de los Generales, por la Calle del Oro y por la Calle del Cine. Todos se agolpaban para mirar al Bicho Raro, para tirarle, si podían, de las orejas, para peinarle, a veces, los bigotes. Nadie, en cambio, le miraba a los ojos, rosados y redondos como flores de geranio.

En la Ciudad Importante es fácil acostumbrarse a todo, hasta a un Bicho Raro. Por eso el Bicho Raro al rato ya no fue tan raro, fue nada más que un bicho, y después un bicho molesto. A nadie se le ocurría ir a pasearlo por la ciudad para que todos lo vieran porque ya lo habían visto todos.

Poco a poco el Bicho Raro dejó de mirar pasar las cosas con sus ojos rosados y se acurrucó contra los barrotes, porque la jaula brillante no tenía rincones.

Entonces volvió el Único Intendente. Y volvieron los biólogos, los vigilantes, los locutores y los veterinarios. Y los astrólogos. Y los curanderos.

—Está intoxicado —dijo el veterinario.

—Está descompensado —dijo el biólogo.

—Está engualichado —dijo el curandero.

Y todos estuvieron de acuerdo en que el Bicho Raro no tenía remedio.

—¡Que lo lleven de vuelta a la plaza! —ordenó el Intendente, y dio por terminado el cuento.

Pero, a pesar del Intendente, el cuento no terminó ahí, porque en la Plaza de la Vuelta estaba Anastasio, como siempre, rastrillando arena.

—Bicho Raro, Bicho Feo, pobre bicho —se dijo Anastasio cuando lo vio, acurrucado como el primer día debajo de una hamaca.

Y como era el mediodía apoyó el rastrillo en el tronco de un paraíso, se secó el sudor con la manga de la camisa, y se sentó a desenvolver con cuidado el paquete del almuerzo: un sánguche de queso y matambre con bastante mayonesa.

Cuando estaba por morder una puntita del pan pensó:

—Pobre bicho, en una de esas tiene hambre.

Entonces Anastasio se acercó despacito hasta la hamaca y despacito también tendió su mano grande con un sánguche de queso y matambre en la punta.

Entonces el Bicho Raro se levantó sobre sus piecitos de cinco dedos, sacudió su cuerpo de vaca y su cabezota llena de rulos, husmeó la mano de Anastasio con su hocico inverosímil, movió alegremente su cola ridícula y clavó sus dientes absurdos en el sánguche tierno.

—Pobre bicho, Bicho Raro —dijo Anastasio—. Tenía hambre.

Ese día, y muchos otros, Anastasio y el Bicho Raro compartieron el almuerzo debajo de un paraíso.



FIN

 

 

miércoles, 9 de diciembre de 2020

CUENTO: CINTHIA SCOCH Y EL LOBO de RICARDO MARIÑO





El lobo apareció cuando Cinthia Scoch ya había atravesado más de la mitad del Parque Lezama.

—¡Hola! ¡Pero qué linda niña! Seguro que vas a visitar a tu abuelita —la saludó.

—Sí, voy a visitarla y a llevarle esta torta porque está enferma.

—¿Y si la torta está enferma para qué se la llevas? ¿Tu idea es matarla?

—No, la que está enferma es mi abuela. La torta está bien.

—Ah, entiendo. Entonces puedo dejarme la torta como postre.

—¿Cómo?

—Que me gustaría acompañarte para que no te ocurra nada malo en el camino. Por acá anda mucho elemento peligroso. ¿Cuál es tu nombre?

—Cinthia Scoch.

—Lindo nombre.

—¿Usted cómo se llama?

—Jamás me llamo. Siempre son otros los que me llaman. ¿Vamos?

A poco de caminar, Cinthia y el lobo encontraron a una chica y a un chico que estaban sentados sobre un tronco, llorando.

—Pobres... —se apenó Cinthia—. ¿Qué les ocurrirá?

—Bah, no te detengas —murmuró el lobo—. Ya te dije: este lugar está lleno de pordioseros y granujas. Deben ser ladrones, carteristas, drogadictos, mendigos.

Pese a la advertencia, Cinthia se acercó a los niños.

—Estamos extraviados —le explicaron—. Nuestro padre nos abandonó porque se quedó sin trabajo y no tenía para alimentarnos.

—Lo siento —dijo Cinthia.

—¿Para qué? —preguntó el lobo, impaciente-. ¡Si ya está sentado! Mejor vamos a lo de tu abuelita.

—¿Cómo se lla... perdón, cuáles son sus nombres, chicos? —preguntó Cinthia.

—Yo, Hansel —respondió el chico, mirando con simpatía a Cinthia.

—Y yo, Gretel —balbuceó la nena, secándose las lágrimas con la manga del pulóver y mirando desconfiada al lobo.

—Bueno, vengan con nosotros. Vamos a lo de mi abuela y allá, mientras nos comemos esta torta, podemos pensar en alguna solución —propuso Cinthia.

Los cuatro siguieron camino. El lobo iba malhumorado porque se le estaba complicando el plan de comerse a Cinthia. De la rabia, no dejaba de patear cuanta piedrita había en el sendero.

Poco después se toparon con un grupo de siete niños o, para ser más preciso, seis y medio, ya que uno era una verdadera miniatura. Venían marchando en fila con el chiquitín adelante, y al encontrarse con los otros se detuvieron, confundidos.

—¿Perdieron algo? —los interrogó Cinthia.

—Es que... veníamos siguiendo unas piedritas que yo había dejado caer en el camino de ida para orientarnos al volver. Era la única forma que teníamos de encontrar el camino de regreso a nuestra casa...

—No entiendo —dijo Cinthia.

—Nuestros padres nos abandonaron porque no tienen trabajo —empezó a explicar el pequeñito.

—¡No lo había dicho, yo! ¡Este lugar está infestado de pordioseros, huérfanos y delincuentes! —lo interrumpió el lobo, tirando del brazo de Cinthia. Pero ella se resistió.

—¡Un momento! ¡Debemos prestar atención a este niñito!

—¡No hay que prestar nada! ¡Después no te lo devuelven!

—El problema es que en esta parte del camino las piedras han desaparecido —terminó de explicar el niñito.

Cinthia miró furiosa al lobo y éste se hizo el desentendido.

—Vengan con nosotros a lo de mi abuela. ¡Llevo una torta!

—Muchas gracias —dijo el chiquitín, emocionado, y muy respetuosamente se presentó:

-Me llaman Pulgarcito, y éstos son mis hermanos.

Continuaron camino.

El lobo estaba cada vez más impaciente porque al ser tantos, se complicaba el plan de comerse a Cinthia. Aunque enseguida, pensándolo mejor, se le ocurrió algo:

—Querida Cinthia —dijo el lobo—, como ya encontraste amiguitos que te pueden acompañar, puedo regresar a mis quehaceres. Hasta pronto y que les vaya bien a todos.

—Adiós, señor. Gracias por su compañía. Poco después el grupo llegó a la casa de la abuela. Cinthia golpeó la puerta y esperó. Pero en lugar de permitirle pasar con todos sus amigos, la abuela le dijo:

—Ay, querida, justo hoy que estoy enferma me visitas con todos tus amiguitos. ¡No quiero contagiarlos!

—Está bien, abuela —respondió Cinthia, desilusionada. Les pidió a los chicos que la esperaran afuera, y le dio la torta a Hansel para que la tuviera.

Una vez que pasó al interior de la casa, la abuela cerró la puerta y la miró de una manera extraña.

Cinthia notó algo raro.

—¡Qué orejas tan grandes, abuela!

—Para escuchar mejor lo que dicen los vecinos, querida.

—¡Y qué peludas tus manos!

—Para ahorrar en guantes...

—¡Y qué boca tan grande!

—¡Estaba esperando que dijeras eso! —exclamó el lobo, desfigurado de bestialidad—. Tengo esta boca tan grande... ¡para comerrrr...! —había empezado a decir la abuela, cuando se escucharon tres enérgicos golpes en la puerta.

Cinthia abrió. Era una loba.

—Vengo a buscar a mi marido.

—Acá no hay ningún lobo —le explicó Cinthia.

—No estoy para bromas, nena. Puedo oler a ese inútil a trescientos metros. ¡Oh! Ahí está. ¿Qué hace disfrazado de anciana humana? ¿De dónde sacó esa ropa?

—¡Sólo estaba haciéndole una broma a esta simpática criatura! —dijo el lobo.

—¿Broma? ¡Cómo para bromas estoy yo! —dijo la loba—. Acabo de encontrar a dos cachorros humanos en el parque. Sus padres los han abandonado. Se llaman Rómulo y Remo y pienso amamantarlos yo misma. Es necesario que vengas conmigo y me ayudes a armarles un lugar donde puedan dormir —dijo, o más bien ordenó, la loba.

Cuando el lobo se marchó, Cinthia, que no había entendido nada de lo ocurrido, encontró a su verdadera abuela amordazada en el baño. Sólo cuando la anciana se calmó, pudieron entrar los demás chicos y entre todos comieron la torta.

Los chicos vivieron unos días con la abuela de Cinthia y luego pudieron regresar con sus padres.

Hansel y Gretel, como todo el mundo sabe, lograron encontrar el camino que conducía a la casa de sus padres, aunque antes debieron vencer a una bruja que los tuvo prisioneros varios días.

Pulgarcito y sus hermanos también pasaron ciertas peripecias para regresar con su familia, pero finalmente lo consiguieron gracias al ingenio del diminuto, que hasta llegó a casarse con una princesa.

En cuanto al lobo, se vio obligado a buscar comida para alimentar a los robustos y apetentes Rómulo y Remo, y ya no tuvo tiempo para fechorías. De grandes, los niños viajaron a Europa y fueron muy importantes, aunque como hermanos no se puede decir que se llevaran bien.

La loba, por último, fue apreciada por todo el barrio de San Telmo, que premió su gesto levantando una estatua en el mismo Parque Lezama. Cualquiera que pase por allí puede verla. Es una escultura que muestra a una loba y a los dos niños, y está ubicada en el sitio donde el animal los encontró.

De Cinthia Scoch no podemos agregar demasiado, pero se dice que por allí circula un libro que cuenta parte de sus aventuras.



FIN

-Cinthia Scoch y el lobo de Ricardo Mariño. Incluido en Cinthia Scoch, Buenos Aires, Sudamericana, 1991. Ilustraciones: Juan Noailles. Colección Pan flauta.



¸¸.•*¨☆★.¸¸.•´¯`•

"Cinthia Scoch se enamora, se le da por adiestrar cucarachas, la ataca un lobo, entra una nube a su casa, la raptan los indios, a su papá le crece la nariz... Preferentemente no se abra este libro en quirófanos, conciertos y velorios donde las risas puedan provocar inconvenientes. "

 

 

CUENTO: EL CLUB DE LOS PERFECTOS de Graciela Montes




Hay gente que ya está cansada de que yo cuente cosas del barrio de Florida. Pero no es culpa mía: en Florida pasa cada cosa que una no puede menos que contarla.

Como la historia esa del Club de los Perfectos.

Porque resulta que los perfectos de Florida decidieron formar un club.

Alguno de ustedes preguntará quiénes eran los Perfectos. Bueno, los Perfectos de Florida eran como los Perfectos de cualquier otro barrio, así que cualquiera puede imaginárselos.

Por ejemplo, los Perfectos no son gordos pero tampoco son flacos.

No son demasiados altos, y mucho menos petisos.

Tienen todos los dientes parejos y jamás de los jamases se comen las uñas.

Nunca tienen pie plano ni se hacen pis encima.

No son miedosos. Ni confianzudos.

No se ríen a carcajadas ni lloran a moco tendido.

Los Perfectos siempre están bien peinados, siempre piden “por favor” y jamás hablan con la boca llena.


Hay que reconocer que los Perfectos de Florida no eran muchos que digamos.

Es más, eran muy pocos. Tan pocos que había calles, como Agustín Álvarez, donde no podía encontrarse un Perfecto ni con lupa. Pero –pocos y todo–decidieron formar un club porque todo el mundo sabe que a los Perfectos sólo les gusta charlar con Perfectos, comer con Perfectos y casarse con Perfectos.

El Club de los Perfectos fue el tercer club de Florida. Los otros dos eran el Deportivo Santa Rita y el Social Juan B. Justo.

El Deportivo Santa Rita era sobre todo un club de fútbol. Los sábados por la tarde se llenaba de floridenses porque los sábados por la tarde se jugaban partidos amistosos con el equipo de Cetrángolo.

El Social Juan B. Justo era el club de los bailes. Los sábados por la noche los floridenses que querían ponerse de novio se reunían a bailar con los Rockeros de Florida entre guirnaldas verdes, rojas y amarillas.


Pero el Club de los Perfectos era otra cosa.

Para empezar, no era ni un galpón ni una cancha. Era una casa en la calle Warnes, con grandes ventanales y una verja alta de rejas negras.

Y en el jardín que daba al frente, nada de malvones, dalias y margaritas, sólo palmeras esbeltas, rosales de rosas blancas y gomeros de hojas lustrosas.

Los sábados por la noche, los Perfectos llegaban al club con sus ropas planchadas y sus corbatas brillantes. Como eran perfectamente puntuales llegaban todos juntos.

Se sentaban alrededor de la mesa con mantel almidonado y vajilla deslumbrante. Comían tranquilos y educados. Masticaban bien. Sonreían. Nunca parecían tener hambre. Ni apuro. Ni sueño. Ni rabia. Ni ganas.
Ni celos. Ni frío.

Tan diferentes eran, que a los floridenses se les hizo costumbre eso de ir a visitar el Club de los Perfectos.


Bueno, visitar es una manera de decir porque al club de los Perfectos sólo entraban Perfectos, y los demás miraban de afuera.


Lo cierto es que, a eso de las siete de la tarde, en cuanto terminaba el partido, los del Deportivo Santa Rita se venían en patota a la calle Warnes y, a eso de las ocho, antes de ir para el baile del Social Juan B. Justo, las parejas de novios pasaban por la calle Warnes para echarles una ojeadita a los Perfectos.

Los floridenses se apretaban todos junto a la verja.

Eran un montón, pero ninguno era perfecto. Estaba doña Clementina, llena de arrugas; el nieto de don Braulio, que era un poco bizco; el chico del almacén, que era petiso; Antonia, llena de pecas… y chicos que usaban aparatos en los dientes, chicos que a veces se comían las uñas, chicos que a veces se hacían pis encima, chicos con mocos, muchachos que clavaban los dientes en los sánguches de milanesa porque tenían hambre y chicas un poco despeinadas porque había viento.

Los sábados por la noche, el Club de los Perfectos estaba siempre rodeado de floridenses. Y fue por eso que, cuando pasó lo que tenía que pasar, hubo muchos que pudieron contarlo.

Resulta que estaban ahí los Perfectos, tan perfectos como siempre reunidos alrededor de la mesa, perfectamente bronceados porque era verano y perfectamente frescos y perfumados, cuando pasó lo que tenía que pasar.

Pasó una cucaracha.

Una cucaracha lisita, negra, brillante, en cierto modo una cucaracha perfecta, que trepó lentamente por el mantel almidonado y empezó a caminar perfectamente serena, por entre los platos.

El primero que la vio fue un Perfecto de saco blanco y corbata a rayas, perfectamente rubio. La cucaracha se acercaba, pacíficamente, hacia su plato.

El Perfecto rubio se puso de pie… demasiado bruscamente, porque volcó la silla, empujó con el codo el plato decorado, que se estrelló contra el piso, y derramó el vino tinto de su copa labrada sobre la Perfecta de vestido blanco.

La cucaracha entre tanto, posiblemente sorda y seguramente valiente, seguía recorriendo la mesa, desviándose sin sobresaltos cuando se le interponía algún plato.

Los Perfectos en cambio sí que parecían sobresaltados. Había algunos que se subían a las sillas y gritaban pidiendo ayuda, y otros que se comían velozmente las uñas acurrucados en los rincones.

Había algunos que lloraban a moco tendido y otros que, de puro nerviosos, se reían a carcajadas.

El mantel ya no parecía el mismo, lleno como estaba de platos rotos y copas volcadas. Y serena, parsimoniosa, la manchita negra y lustrosa proseguía su camino.


Los floridenses que estaban junto a la reja al principio no entendían. Se agolpaban para ver mejor, los de la primera fila les pasaban noticias a los de atrás. Aníbal, el relator de los partidos amistosos, se trepó a lo alto de la verja y empezó a transmitir los acontecimientos:

–El Perfecto de la Camisa a Cuadros se cae de espaldas. Rueda. Quiere ponerse de pie, trastabilla y cae sobre la Perfecta del Collar de Nácar. La Perfecta del Collar de Nácar pierde la peluca. Se arroja al suelo y camina en cuatro patas tratando de recuperarla. El Perfecto del Traje Azul tropieza con ella, pierde el equilibrio y cae… Cae también su dentadura, que golpea ruidosamente contra la pata de la mesa…

Arrugados, despeinados, manchados y llorosos, los Perfectos fueron abandonando la casa de la calle Warnes. Los floridenses los miraban salir y no podían casi reconocerlos. Algunos estaban pálidos. Otros parecían viejos. Algunos, si se los miraba bien, eran francamente gordos. Y todos, uno por uno, estaban muertos de miedo.

A los floridenses más burlones les daba un poco de risa.

Los floridenses más comprensivos les sonreían y les daban la bienvenida: al fin de cuentas no era tan malo estar de este lado de la reja.

De más está decir que ese mismo día se disolvió el Club de los Perfectos.

Y cuentan en el barrio que los sábados por la tarde algunos de los que fueron sus socios llegan cansados y hambrientos al Deportivo Santa Rita y que otros van, un poco despeinados, al Social Juan B. Justo.

Cuentan también que en la casa de la calle Warnes ahora crecen malvones.

Y parece que así es mucho mejor que antes.



FIN

 

 

viernes, 4 de diciembre de 2020

miércoles, 2 de diciembre de 2020

Misterio en el barrio

 ¡Hola chicos!

Hoy compartimos con ustedes, otra lectura de nuestro canal de Youtube "Salidos del renglón".

¡Qué lo disfruten!



martes, 1 de diciembre de 2020

Otra historia... en Salidos del renglón

¡Hola chicos!

Hoy compartimos otra historia publicada en nuestro canal de YouTube "Salidos del renglón". Se llama
La historia que nunca pude contarte... quizás, nos la puedan contar ustedes...


Cuento: "Pata de dinosaurio" Autora Liliana Cinetto

EN EL NIDO DE MAMÁ PATA APARECIÓ UN HUEVO GRANDOTE, RARO, DE COLOR GRIS… —SEGURO ES UN HUEVO DE CISNE —DIJO MAMÁ PATA, QUE CONOCÍA DE ME...